Hace ya ocho años me monté en el coche del abuelo de mi amiga Inma y nos dirigimos a Aguadulce, donde haríamos los exámenes de selectividad. Recuerdo con mucha claridad la áspera voz del profesor que pasaba lista, así como la delicada mano de la profesora que comprobaba la identificación. Tampoco puedo olvidar el calor bochornoso ni el aula prefabricada repleta de mesas y sillas. Parece que ahora mismo yo estuviera allí, con los mismos nervios, con el temblor concentrado en las yemas de los dedos de la mano derecha, que no conseguía calmar ni mantener con firmeza el bolígrafo, el papel grueso de los exámenes, las pegatinas con nuestros datos, las fotos a color de la prueba de historia del arte, la pintura de la mujer de la raya verde de Matisse, etcétera.
¡Cómo olvidarlo!
Hace ocho años de ello y lo visualizo con gran precisión, como si el tiempo no hubiera pasado y mi mente aún creyera pertenecer a esos momentos.
Hoy me ocurre esto por una razón muy simple: mi hermano ha empezado hoy las pruebas de la selectividad o, como se llama ahora, la P.A.U. Esas siglas, ese nombre tan familiar y querido. Espero que a mi hermano le traiga en el futuro buenos recuerdos y que obtenga las notas que necesita, como a mí me sucedió.
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