Recostado en el sofá del salón, a oscuras y con el pórtatil reposado sobre mis piernas estiradas, vuelvo a conocer la fragilidad de las cosas, de la vida; esa vieja torre de arena que se desmorona con la más leve brisa.
Mientras estaba leyendo la entrevista que los lectores del periódico El País han realizado a Isabel Allende, una palomica revolotea con torpeza siguiendo una ruta de vuelo que se asemeja en exceso a la de cualquier avión: va de la funda del sofá a la luminosa pantalla del ordenador. En ese trayecto que la llevará a la muerte. Ella no lo sabe. No entiende de pantallas ni de fundas de sofá; si acaso puede volar con dificultad de una superficie a otra en un baile poco acompasado de aleteos irregulares y poco elegantes. Posee ese instinto, esa cualidad con la que nació.
Es en ese discurrir cuando alzo la mano repentinamente sin percatarme, como un acto reflejo del que me falta conciencia, y cuando la golpeo con ligereza e inicio un efecto dominó mortal.
Mano contra palomica.
Palomica contra funda de sofá.
Palomica reducida a una pequeña masa.
Palomica desmontada de la vida.
Palomica como ejemplo de fragilidad.
Porque en la vida todo es frágil y pende de un hilo de papel, que cualquier objeto puede cortar y dejar caer al vacío de la muerte, de la destrucción.
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