Cada día que saco a la perra me encuentro con la triste mirada de un señor que vive en la calle. Lo miras sin darte cuenta, como si formara parte de la ciudad, como cualquier árbol, banco, edificio. Si las miradas se cruzan pronto sus ojos se desvían hacia el suelo, con miedo, vergüenza.
Hoy me ha dado especial pena, porque el sol y la humedad ciernen la atmósfera contra el suelo, en su calurosa pesadez. El hombre barbudo intenta escapar de esa plancha de calor aplastante. Lo hace refugiándose en la sombra apenas fresca de un árbol.
¿Hay algo tan penoso como ver el mal ajeno?
Siempre me he preguntado cómo alguien puede acabar solo y vagabundo en la calle, sin nada ni nadie; en la más desolada soledad de aquel que ha terminado padeciendo los males del sistema, de la sociedad. ¿Acaso a nadie le importa tan depravado destino? Parece que no molesta demasiado a muchos.
"¡Qué se busque un trabajo como todos!¡Un vago es lo que es!" es el típico comentario que dedica más de uno al pobre vagabundo que extiende la mano esperando una limosna que rara vez llega.
Es cierto que alguno abandona todo y se decide a la solitaria vida del sintecho por propia voluntad. Si es elección propia no hay problema. No me da pena en ese tipo de casos. Es más, me da envidia saber que alguien consigue lo que quiere. Lo que realmente me apena es vivir bajo un árbol o en una caja de cartón forzado por la situación.
En cualquier caso, escribo hoy esto porque además he visto cómo se repite de nuevo el vandalismo dirigido contra un pobre que duerme plácidamente en un cajero. Lo increpan, lo despiertan, le dan patadas e, incluso, le prenden fuego.
¡Qué miserables podemos ser!
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