Miro su compostura de persona hecha para la moda, para ser contemplada y vestir ropa especial, elaborada con el tejido puro de la seda y el aterciopelado tacto de la lana y siento un calor interno propio del placer de la llama de la lengua que la chimenea extiende en la noche más fría del invierno sobre mi aterida piel. Noto su epidermis junto a la mía y los impulsos nerviosos me llegan confundidos, habiendo ya perdido el sentido, en una mezcla de pieles distintas pero perfectamente conectadas; enseguida no sé si mi piel es la suya o la mía, si el vello de su muslo es suyo o mío, si el lunar con el que tropieza mi yema es parte de su cuerpo o del mío. En la confusión.
Confusión hormonal.
Las feromonas solo se activan y activan los sentidos, encienden la máquina del gozo y las palabras líquidas se diluyen entre su boca y la mía, en una pantalla que nos separa, que nos distancia cuando las palabras parecían sólidas, vivas. Cuando el soplete las incendió.
Soplete.
El soplete nos unió y nos quemó para dejarnos luego apeados en una acera equivocada. El desierto inundó con sus arenas la noche eterna y la hierba desapareció. Y, como muchas otras veces, Morfeo dejó olvidado su manto de noche en un baúl de podredumbre e Hypnos no quiso sumirme en un sueño profundo; solo me quedé yo, despierto, tras una pantalla, dentro de una mullida cama, con sábana cálidas, pero solitarias, un libro abierto por una página aleatoria y un cojín enorme en la esquina de la cama. El soplete unió e incendió las palabras líquidas, aquella carga de retórica amatoria, y la luz se hizo perenne en mi pupila. Los ojos cerrados no apagaron su iluminada llama, la tuya. Y la chispa prendió en mí, en este amasijo de serrín que hacen llamar cuerpo y que más bien es un saco de sentimientos que arde con facilidad y se hiela con rapidez.
Porque te encuentro cada día. Y cada día te pierdo. Porque todo tiene algo de sentido. Porque la confusión está en cada resquicio. Por ti.
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