Siempre fue la noche de Reyes, una noche corta, muy corta. Recuerdo que de pequeño me acostaba tarde y me levantaba muy temprano, bajaba las escaleras con nerviosismo, deseando ver qué regalos me habían dejado debajo del árbol. Aquel pequeño, tan distinto de quien ahora soy, vivía inmerso en la ilusión y se entusiasmaba con poder ver el planeta venus a las 6 de la mañana en el cielo; pero nunca lo vio, aunque lo viera siempre, porque no sabía que lo que estaba viendo no era una estrella, sino el mismo planeta.
Anoche me acosté tarde y sin sueño, alterado por tu presencia. Los reyes vinieron contigo y la nieve cayó como debía, suave, ligera, bailarina. Cerré los ojos y mis pensamientos ya no fueron los regalos que pudiera encontrar, solo un soplete imaginario que abrasaba, un estado de rabia inherente al destino. Observé las manos ágiles y arrugadas de las Parcas, vi cómo tejían mi telar con una risa socarrona, pícara. ¡Se divertían! Así fue como supe que debía interpretar la imagen que en el mismo estaba observando, como un teatro del absurdo, que me gustaba, que me causaba un nerviosismo propio del niño pequeño que bajaba a la cocina y se subía en el poyete para otear el manto celestial en busca de un planeta que parecía estrella. Me metí en la cama, todavía solo, pensativo, sigiloso y las palabras tejieron en mi mente historias que seguramente no sucederán, sentiemientos que seguramente no son verdaderos, algo que yo creo y que lo mismo no son y pasa como cuando escribí el verso "polvo lo que debió ser pólvora", todo quedará en una fantasía explosiva, que explotará en mis manos...
... o quizás no, nunca se sabe.
Parcas traviesas, dejadme tranquilo
tejed una historia que sea digna de este papiro
que ni Esquilo haga de mí más tragedias,
ni Ionesco cree absurdos a mi costa.
Parcas risueñas, viejas tejedoras,
dibujad un camino que me lleve hasta Sevilla
donde probar cosas nuevas,
donde ver al fin el nido del Ave Fénix, el feliz.
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