Aquella mirada me marcaría para siempre.
Era tiempo de calor, verano, en Málaga, yo apenas tenía 17 años, un joven reflexivo, encerrado en un hotel aislado, junto a una carretera nacional. De aquel verano recuerdo la sensación de bochorno y el estrés que se había incrementado tras la selectividad. Fueron tiempos de miradas al mar, de equilibrios con la bandeja en mi delgada mano, de reflexión, de inicio de amistades y, sin embargo, tiempos difíciles, porque en mi cabeza solo se imponía un pensamiento: la universidad. ¿Qué sería estudiar en una ciudad? ¿Cómo sería la gente? ¿Podría aprender todo lo que me gustaría? ¿Lograría sobrevivir al mundo? ¿Cómo podría superar la distancia del nido familiar? Las preguntas eran muy numerosas y mi complejo de inferioridad daba respuestas inconexas, falsas.
Aquel verano, asimismo, me interesé aún más por la prehistoria, por la evolución del homo hasta nuestros días y leí varios libros sobre el tema. Me fascinaba sentarme en la terraza de la habitación de cara al mar, con el sonido de las olas y la intensidad del azul del cielo, con las piernas estiradas y apoyadas sobre la balaustrada, e imaginar aquellos primeros homínidos, intentar meterme en sus cabezas, en sus movimientos, en su realidad, en sus sentimientos... y lo que obtenía como resultado era un amasijo de pensamientos, sentimientos, realidades y movimientos tan similares a los de un hombre actual que me atemorizaba pensar en que una vez existieron y desaparecieron. Pensar en mi propio exterminio, el de mi especie, me producía pavor, porque no solo lo imaginaba, lo veía como un espectador más, como si a mí mismo me ocurriera; la naturaleza me dotó de una gran destreza para vislumbrar mundos e internarme en ellos cuando todo va mal y resulta que al leer aquellos ensayos yo mismo formaba parte de aquel duro mundo, que debió ser muy bello, pero terriblemente peligroso.
Una buena mañana, creo que fue domingo, fuimos al zoo de Fuengirola. Era la segunda vez que iba a un zoo. Aquel día disfruté mucho con mi hermano, viendo tantos animales preciosos y divertidos, sobre todo aquel mono que, en medio de un aplastante calor, se entretenía saltando de rama en rama como un niño pequeño que juega a saltar por el sofá y los sillones; parecía estar feliz y hasta sonreía, al menos a mí me lo pareció, aunque sé que no es posible. Pero no todos los animales vivían como él. Había muchos que buscaban la sombra y se escondían de las miradas; estaban cansados y tristes, seguramente por el calor. Y entonces llegué a un escaparate y lo vi.
Un chimpancé.
Estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared y miraba con tristeza. Lo miré a los ojos y me quedé petrificado, congelado, así como el tiempo y todo lo que me rodeaba. ¡Aquellos ojos marrones, que sigo viendo en estos mismos momentos, eran tan, tan humanos, tan llenos de vida, de reflexión! Guardaban en su interior una inteligencia que me asombró. Era un humano encerrado en un cuerpo similar al nuestro, pero más ágil, más fuerte... y sin embargo era un prisionero.
Desde ahí el resto de la visita se hizo aburrida, ya no presté atención a nada más, solo recordaba aquella miraba, que no creo que pueda olvidar nunca.
Aquel día fui más consciente que nunca de que no somos superiores, de que somos animales con la etiqueta de poseer una razón más desarrollada, pero animales; unos animales demasiado egocéntricos, seres que se creen dioses cuando no son nada en realidad. Una mota de polvo en el planeta, tan insignificantes que nuestra extinción dotaría al mundo de una mejora edénica. Una abeja nos supera en importancia y si no, preguntemos a los expertos que ahora mismo estudian la acelerada desaparición de estas y las terribles consecuencias que conllevaría su desaparición.
No he vuelto a cruzarme con ningún chimpancé más, pero estaría encantado de volver a hacerlo.
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