Ayer fue la comunión de mi primo, así que entré en la iglesia.
Para un ateo, una iglesia no es más que un monumento, un lugar de visita, en el que lo sagrado no existe. Esta, en concreto, no tiene una arquitectura deslumbrante. Es demasiado nueva, joven. Sus paredes son finas capas de pintura blanca, no posee retablo, la única decoración es un jesús crucificado de piel blanquecina y rostro desgarrado. ¡Da pavor! El edificio tiene planta irregular, como de algún tipo de flor abierta: una rosa o un clavel; donde los pétalos forman la zona de bancos y el capullo es el púlpito.
Había allí una multitud de gente; unos de pie, otros sentados, siguiendo las pautas que marcaba el cura. ¡Todos repitiendo! Lo que más me sorprendió fue comprobar cómo los niños que celebraban su primera comunión se convertían en papagayos, que decían lo que el cura les adelantaba poco a poco; no sabían ni lo que decían, de hecho. ¡Esas palabras tan antiguas, tan inapropiadas para la fina voz de la juventud! Si la ceremonia fuera más personal, sería más creible. Repetir no ha de ser tan bueno; es algo como crear borregos que se mueven en rebaños guiados por un pastor y su perro.
Cantaban, rezaban, se levantaban, se sentaban, tomaron la oblea, se santiguaban, cuchicheaban, sonreían, se abrazaban... Quizás debamos valorar ese sentimiento de unión. Aunque no comparta ni pueda creer nada de lo que el hombre de la túnica leía.
Seguramente mi primo o cualquiera de esos niños descubrirá algún día que el cuento religioso llega a su fin y que la historia de un niño milagroso nacido de una sola madre o de un dios todopoderoso no será otra cosa más que una triste historia demasiado fantasiosa.
Como me ocurrió a mí.
Comentarios
Publicar un comentario