La noche ha caido. La brisa se despierta. La dama de noche aromatiza las estrellas. La luna desparrama su leche cenicienta sobre la arena. La polilla se agita. En la penumbra, se desplaza por el aire torpe y a la vez elegante.
A lo lejos ve algo.
Luz.
La bombilla colgada del techo de hierro se balancea por la brisa. Aclara la terraza con su blanquecina luz. Hace frente a la oscuridad de la noche. En su cristal, se adhiere el aroma de la dama de noche.
Luz.
La polilla enloquece y en su cerebro ya solo ve una luz maravillosa. Agita las alas con más brio. Ve la luz y se le salen las antenas.
No sabe de peligros; solo de luces.
Ha nacido por ellas, para ellas.
Los dueños de la casa juegan a las cartas y anotan, entre risas, los resultados favorables para ella; él pierde esta partida y da un buche al vaso de vino que ya casi está vacío.
Las risas. La luz.
La polilla teme por momentos que la mujer agarre el matamoscas y la golpee con él. Por eso siente breves impulsos. Tiembla. Mucho. Luego, vuelve a vislumbrar la luz y se dirige de nuevo hacia ella.
Algo impacta con la bombilla, se pega a ella y enseguida cae desplomada sobre el vaso de vino del hombre. A la polilla le suena ese algo desplomado.
La luz.
- ¡Vaya mierda! -exclama el hombre.
- ¡Ya estamos de nuevo! Estas polillas... -se queja la mujer, levantándose.
La polilla, feliz, ausente, acelerada, ya nota el calor de la aventura. La ceguera de su destino.
Oscuridad.
- Estas polillas insoportables. Vámonos para dentro. Ya estoy harta.
Comentarios
Publicar un comentario