Como bien acabo de leer en la última entrada del blog de Antonio Muñoz Molina, el verdadero testigo de una guerra, por ejemplo, no es aquel que sobrevive para contarlo, sino el que por desgracia ha muerto al penetrar el tuétano mismo del enredo. Normalmente el que ha sobrevivido, no murió o bien porque tuvo un golpe de suerte o bien porque fue lo suficientemente astuto e inteligente como para no sobrepasar los límites de la prudencia.
En el fondo todos somos testigos de algún infierno, el nuestro propio, ese del que no podemos escapar y al que todos acabamos entrando sin reparo, porque nos habita y forma parte de nuestro ser. Así que aquí podríamos decir que somos certeros testigos de un infierno personal, tal vez el que sea más real de todos; los otros muy sufridos y ajenos son muy duros, pero ¿no podrían ser una terrible pesadilla?
Porque como la misma palabra dice el infierno, palabra procedente de infernus, es lo que está dentro, en el interior. Dentro de nosotros está el calor, las pasiones, las emociones, la ansiedad, prácticamente todo lo vivo, salvo la piel... y curiosamente la piel es la que ofrece todos los testimonios: una cicatriz de lucha, una arruga del paso del tiempo, una mancha producida por el sol, el enrojecimiento consecuente del rozo con tu piel áspera, etc.
Releo y entiendo que me contradigo en muchos aspectos; quizás porque en el fondo todo es una mezcla de caos y cosmos, una eterna contradicción. En cualquier caso, sostengo todo lo arriba expuesto.
Infierno interno
resume la vida,
nos deja sin aliento,
narrado por aquel,
aquel que solo sintió
su cálido viento.
¿Qué nos habrían contado todos aquellos que perecieron en un campo de concentración? Pensarlo me eriza el vello del cuerpo y me produce un pavor descomunal, tan terrible como el infierno que se enciende en mi pecho cuando menos lo espero.
Comentarios
Publicar un comentario