Ayer parece que fue la culminación de la pérdida.
Regresé a Lucena por la carretera nacional, en lugar de mi habitual trayecto por autovía, y de repente me vi en mitad de un laberinto de olivos y pueblos blancos enclaustrados entre montañas. En un momento dado, debo confesar, me sentí angustiado y mi imaginación comenzó a trabajar.
Por el camino imaginé batallas entre moros y cristianos, fui testigo de ríos que se elevaban en forma de serpiente y me engullían, vi montañas que expulsaban nieve y un sol enorme que se diluía sobre el mar de olivos como agua derramada de un vaso roto. Me sentí como un Quijote cuyo Sancho Panza no podía ser otra cosa más que mi coche.
Al mismo tiempo iba pensando en mi incierto futuro y, por consiguiente, iba leyendo los letreros de los pueblos e imaginando cómo sería mi vida en uno de ellos o que me llamaban para trabajar en Alcalá la Real. Esto último me pareció una idea fabulosa, viendo ese castillo amurallado tan hermoso y el entorno me sentí atraído por esa vacua idea.
Entonces llegué a Espejo, pueblo de Virgilio, me detuve a la vera de la carretera y entré en un bar, después de haber hablado con mi madre. Pregunté el camino hacia Lucena y me dijeron que debía desviarme hacia Montilla (más recuerdos de Virgilio y de Pau) y así hice. Entre olivos y pequeñas extensiones de viñedos, bebí las secas lágrimas de mi cuerpo, hasta que al fin alcancé la autovía y llegué a Lucena.
Ahora estoy aquí, perdido desde ayer, un lunes sin trabajo, de nuevo desempleado, sin haber sido añadido de nuevo a la bolsa de trabajo, sin saber cuándo me llamarán ni nada.
Sol que ayer me cegabas,
muéstrame el camino,
dame alas.
Tienes una prosa rica y sugerente, Jose. Sigue deleitándonos con ella.
ResponderEliminarMuchas gracias, Agu. Es todo un honor que gente como tú o Helmanticae Maria me digas cosas tan bonitas.
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