Dice Amaral: Si pudiera congelar el tiempo y volverme cenizas...
Esa es la necesidad que ahora mismo tengo. Volverme cenizas y detener el paso del tiempo para siempre. Apretar el freno de la vida que cada día tiene menos sentido y aparcar el auto vital en un andén perdido. Observar desde allí cómo los coches pasan, aceleran, se saltan semáforos en rojo, se desvían, chocan. Vislumbrar el brillo reflejado en el límite del horizonte marino. Escuchar los ladridos de mi perra. Saber que ese mundo ya no es mío; que no he de regresar hasta que todo haya cambiado.
Detener el tiempo. Si pudiera lo haría. Pero solo soy un humano, menos que una mota de polvo del universo. Una mota de polvo que arde desde ayer más que el sol. Me derrito y ardo aún más. Ignífugo. Mi cuerpo es helio, una llama encendida, el bosque que se incendia para matar al lobo.
Porque el lobo es un ser perverso en este cuento. Una alimaña capaz de internarse en el bosque y asesinar a cada uno de sus habitantes con sigilo. Penetra las entrañas frondosas, se esconde entre la maleza y ataca. Hunde sus garras en la carne tierna. Hinca sus colmillos en los cuellos tensos por el terror y el sobresalto. Al poco tiempo, el bosque ha quedado vacío. Solo un pobre corderito sigue con vida. Temeroso, sale del bosque y reflexiona sobre las opciones que le quedan. Solo, miedoso, desnortado. Sin saber muy bien qué hacer, cómo actuar. Por ello se deja llevar y, prendido en fuego, incendia todo. Cuando el lobo ha destruido toda vida sin raíces, el cordero no ve mejor opción que quemarlo todo y dar un nuevo inicio a la vida. Quema el bosque para matar al asesino.
Y lo vuelve todo cenizas. Las cenizas en que se transforma mi cuerpo y mi mente poco a poco.
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