Mirarse en el espejo a diario y apreciar los cambios físicos que se van sucediendo significa que los cambios son drásticos. En caso contrario no nos daríamos cuenta.
Desde una crisis depresiva que comencé a sufrir en mayo, mi cuerpo ha ido mutando hacia el pasado, como desgastado por la rutina, por los malos pensamientos, por el cansancio vital; como si a cada paso que daba fuera perdiendo un gramo de carne.
Me estoy quedando en los huesos.
Esta mañana he hecho lo que no debería haber intentado nunca. Me he pesado. ¡Qué desgracia la mía cuando he visto la brutalidad del adelgazamiento! Pensar que ahora mismo peso lo que pesaba con 16 años me produce pavor. Pensar que ha sido en vano todo el esfuerzo que he realizado durante tantos años para engordar; para no ser el huesitos que un día fui; para rellenar mi cara, mi cuerpo de carne y músculo; para evitar recordar los apodos dañinos, el desprecio del delgado tan similar al del gordo. Y resulta que vuelvo a ser ese hombre demacrado y ojeroso, de triste mirada.
Un regreso al pasado repugnante.
Hay gente que padece bulimia, otra que padece anorexia; gente que es incapaz de adelgazar y gente que adelgaza con la mirada. Yo sufro por no poder engordar, por darme atracones con el deseo de ganar peso, incluso arriesgando mi propia salud, mis niveles de colesterol. Y nada.
No sirve de nada.
Peso 66 kg, mido 1,80 cm... Desde mayo son 5 kilos menos.
Mejor será no pensarlo, si no quiero quebrar mi frágil estabilidad.
Nunca se tiene lo que se quiere ni se quiere lo que se tiene.
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