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La luna y el niño.

La vejez es tan inteligente como la primera juventud.

Ayer mientras paseaba a mi perra me encontré con un amigo y su hijo pequeño al doblar una esquina. Era de noche, el viento había empezado a soplar y padre e hijo corrían riendo felices de compartir ese momento que parecía de juego. Mi amigo es alguien al que tengo el cariño y el aprecio de quien fue mi mejor amigo durante años y quien comparte conmigo vivencias y recuerdos cuya huella cerebral procuramos mantener activa, porque recordar el pasado siempre es gratificante cuando se refiere a una amistad.

Su hijo es mi devoción. Es un niño inteligente, rebosante de energía, de ganas de saber, de jugar, de elaborar máscaras de spiderman sin cesar o de hablar con una claridad y una maduraz impropia de alguien tan pequeño. Es mi amigo en versión pequeña, un frasquito de fragancia.

Mientras hablo con su padre, el niño pregunta:

- Papá, ¿Por qué nos persigue la luna?

En esa pregunta hay deseo de respuestas, quizás un cierto miedo o una cierta curiosidad. 

"Nos vigila para que no nos falte luz", pienso pero no lo digo.

El niño no espera respuesta y me pregunta si puede acariciar a mi perra. Se acerca y Xena aulla.

- ¡Ay! ¡Es un lobo! -exclama y se ríe desesperadamente- ¿Por qué grita? 

Mi perrita Xena.


Ahora no solo pienso, sino que le respondo casi en susurros:

- "No, Xena le habla a la luna para que no se acerque mucho, porque se cree que es un queso; y no le gusta el queso."  

Tras una corta conversación, nos despedimos. Ellos siguen su divertida carrera y yo continúo con mi pequeña, mirando desaparecer tras la esquina del supermercado a un padre y un niño que son importantes para mí, aunque no nos veamos demasiado.

La vejez hace que no necesitemos ya respuestas, porque ya sabemos lo suficiente; la niñez exige preguntar para saber lo suficiente.

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