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Amapola



Cada mañana cuando voy al trabajo, cruzo dos pequeños terrenos cubiertos de un espeso manto de amapolas e, inevitablemente, recuerdo el viaje a Nerja que hice con Ingrid y Eva, dos amigas. Me veo entonces dentro del coche blanco de Ingrid, cruzando un viaducto que se encuentra a la altura de Dúrcal (Granada) y aprendiendo que las amapolas en Francia se llaman coquelicot. Junto al arcén acabábamos de ver una de estas flores, que destacaba por su rojo intenso en contraste la aridez marrón de la tierra, casi inerte, yerma. No sé si aquel viaje lo hicimos por estas fechas, porque no soy bueno con las fechas; lo que sí sé es que hacía tanto viento como hace hoy y que ese año fue seco, que durante el viaje solo nos cayeron unas gotas escasas breves minutos y que la carretera estaba vacía, sin coches, como en un desierto o en una carretera de California, donde desaparece la vida humana y restalla el sol perenne contra la calzada abrasada. 


De este viaje mental la amapola me lleva a la infancia. Estoy en el cortijo de mis abuelos y voy a coger una de estas flores de fuego delicado, pero mi abuela me dice que no, que es mejor no tocarlas, que no son buenas. Días posteriores, mi madre me aclara que de ahí sacan droga. ¿Droga? En mi mente infantil se dibujaron señales de peligro y, yo que soy muy miedica desde siempre, jamás de los jamases he rozado una de esas flores que tan bellas me parecen. Las veo tan frágiles, como bailarinas de falda roja haciendo el pino y tambaleándose con la sutileza del aire de marzo o como paraguas de seda volteados por la voracidad del viento desgarrado de la época. 


Cada mañana las observo en la fugacidad del trayecto y me pregunto si mañana seguirán allí o habrán desaparecido. Por alguna razón siempre he tenido la sensación de que las flores son efímeras y sorprendentes: lo mismo que salen de repente, también se evaporan de un día para otro. Así mismo, todas las mañanas, transportado por los recuerdos, me embriaga el efecto mental que me producen, como si esa droga que nunca que he tocado ni tomado actuara en mí por telepatía. Es la magia de los objetos, de la realidad, de la vida. Es la red ilusoria que la propia existencia va tejiendo conforme transcurren los años, de una cosa a otra, otorgándole el poder de enlace de recuerdos, de almacén de vida, de misterio; ese misterio que toda entidad animada o inanimada posee. Al igual que lo que se nombra adquiere consistencia, lo que la mente asimila como parte de su vida pasa a ser un asidero memorial, algo tan vivo como uno mismo en el momento que escribe este texto. Es misteriosa la vida. Aunque no hay mayor misterio que la página en blanco que acaba siendo rellenada con tinta como por arte de magia, como materialización de la memoria, de la mente, de uno mismo y de todo lo demás.

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