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¿En qué somos extraordinarios?

He intentado escribir esta página ya muchas veces, pero nunca sé cómo empezarlo. Escribo al azar lo primero que se me viene a la cabeza y, al instante, lo borro, porque me parece sentencioso o inadecuado; o puede que sea también porque no es la frase con la que quiero comenzar. Así que prefiero comenzar como acabo de hacerlo.

Escribir es un arte delicado, rutinario, complicado. No estoy muy convencido de eso que algunos dictaminan con tanta vehemencia: solo escribe el que ha nacido para ello. Aunque tal vez sea así en cierto modo.

Cada uno nace con unas cualidades que no siempre se desarrollan y que, cuando lo hacen, son insuperables en esa rama concreta que la vida o los genes le otorgaron. ¿Algo así como un don de la naturaleza?

Lo extraordinario radica en que no siempre sabemos cuáles son esas cualidades. Tener facilidad para algo no significa imperativamente estar dotado para realizar esa actividad. Uno puede haber adquirido esa habilidad y tener otras cualidades innatas a las que ni presta atención, porque nunca ha requerido su uso.

Mozart reprodujo de pequeño partituras que había escuchado en una casa ajena y las copió al llegar a casa, porque las recordaba perfectamente. Pero Mozart era un genio extraordinario; no una persona con capacidad dentro de la media. 

¿Tenemos todos una habilidad que supera lo ordinario, lo normal, la media y nos hace extraordinarios en la ejecución de la misma?

Si me planteo la pregunta pensando en mí mismo llego a la conclusión de que no poseo una habilidad extraordinaria en ningún tipo de actividad. No pinto ni dibujo, no canto bien, no escribo fuera de lo normal, las matemáticas nunca se me dieron bien, ni he sido especialmente hábil en actividades deportivas o en la simple -por no decir insultantemente complicada- ejecución de la vida cotidiana. No destaco por ser un magnífico cocinero ni poseo una memoria de elefante ni una lógica o una oratoria tan extraordinarias que aplacan todo argumento en contra. Los idiomas deberían ser mi fuerte y tampoco lo son. De pequeño mis notas eran pésimas, rozando la línea de insuficiencia    -es cierto que siempre fui distraído, imaginativo y demasiado cooperativo con los compañeros; vamos, que me pasaba la clase imaginando las maravillas de algún hechicero o mago, o ayudando a compañeros- y ya en la adolescencia mejoraron por el enorme esfuerzo que realicé.

¿Cómo mejoraron mis notas? Esta sería una pregunta interesante.

La respuesta no ha de ser menos interesante. En primero lugar, jugó a mi favor una mudanza. Después, hay que tener en cuenta el efecto pigmalión y esa imagen de empollón que ofrecí sin darme cuenta. Además, está la circunstancia de que, también sin saber cómo, mis compañeros de pupitre acabaron siendo aquellos que mejores notas obtenían. Asimismo, debería decir que me inscribí en el equipo de atletismo de Roquetas y que aquello marcaría en adelante mi desarrollo emocional, voluntarioso, rutinario, mental, etc. Un hecho añadido fue la enorme valoración de una profesora (Mafalda, le decíamos por esa pelo negro tan voluminoso), quien comenzó a decir: "José Luis, ahí donde lo veis, es más inteligente que la mayoría de vosotros y un alumno con un potencial extraordinario; pero como él no lo sabe, no intenta sacarse todo el partido." Aquella profesora no me enseñó casi nada de sociales y no era una docente excepcional, más bien lo contrario; sin embargo, ella es una de las razones que más peso tienen en mi evolución. Y hablando de evolución, debo confesar algo que demuestra cómo me planteé mejorar.

¿Cómo mejoré?

Simplemente en un momento dado saltó una chispa y se incendió el entramado neuronal: Tenía una base precaria. Todos los años anteriores no habían servido para que aprendiera lo elemental. Así que decidí que tenía que aprender todo de nuevo. Enseguida supe que la tarea sería larga y que no podría obtener resultados inmediatos. Fui observando las técnicas de mis amigos, como ya he dicho eran empollones, de sobresalientes. Una se levantaba a las 6 de la mañana el mismo día del examen para estudiar y tenerlo todo fresco; otra hacía buenos resúmenes; otra leía mucho lo que había que estudiar y hacía sus propios resúmenes de cabeza; otra necesitaba abarcar todo con la mirada y elaboraba esquemas de temas en un solo folio; había otro que necesitaba copiar muchas veces lo que iba a estudiar; otro trataba de comprender... No todas eran excelentes técnicas. Yo fui, mentalmente, anotando lo que hacían y poniéndolo en práctica. Los resultados fueron mejorando, mi autoconcepto estudiantil se fue reforzando y, aunque mi amor propio era tan nefasto como había sido durante toda la adolescencia, comencé a ser algo más feliz, porque era capaz de conseguir algo. Así cada mañana imaginaba que era un supersayan, un guerrero de Dragonball (aquella serie de anime que tanto veía y vería) y me dibujaba mentalmente como uno de nivel cero que iba alcanzando nuevos niveles y con el pelo cada vez más rubio (declaro que siempre me ha inquietado esa idea de que uno es más poderoso cuanto más rubio va siendo; idea tan cercana al nazismo). De tal modo que, para cuando terminé la ESO, yo ya había obtenido mención especial por notas de sobresaliente. Y acabé, a modo de curiosidad, con el cabello lleno de mechas rubias, cuya razón solo ahora soy capaz de explicar. Evolucioné como los supersayan.

Luego iría todo mejor. Añadí a mi método algo que me vino de perlas, como se dice: documentación e interconexión. Me dio por buscar información de todo lo que iba aprendiendo en clase. Buscaba información sobre el teatro griego y no solo lo hacía en español, sino también en francés. Al mismo tiempo interconectaba los conocimientos de una materia con otra y añadía una dosis de lógica que me ayudaba a suplir mi memoria de agua.  

¿Todo esto me hace ser extraordinario? No. Entonces me pregunto como todos nos preguntamos desde que tenemos uso de razón, ¿Yo para qué valgo? ¿En qué soy bueno, excelente, como dicen los politicuchos? ¿Soy bueno estudiando? No. Aquello fue fruto de unas circunstancias. No sé en realidad en qué soy extraordinario.

Solo sé lo que me gusta, que no es poco. Sé que soy observador, sensible, de risa fácil, amable.

Hay preguntas que no tienen una única respuesta. ¿Soy extraordinario en algo? Es una de ellas.

Comentarios

  1. ERES EXTRAORDINARIO PORQUE ERES ÚNICO Y PORQUE ENVIDIO A TODO EL PROFESORADO QUE TE TUVO CERCA Y PUDO CONOCERTE UN POCO MÁS.
    ESTE TEXTO ES UN EJEMPLO DE UNA BUENA ARGUMENTACIÓN. ERES SUBLIME ESCRIBIENDO Y SEGURO QUE MÁS COMO PERSONA...POR ESO TE QUIERO Y APRECIO TANTO SIN APENAS CONOCERTE.

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    Respuestas
    1. María, sin duda el sentimiento es recíproco. Te agradezco mucho este comentario. La entrada surgió sola; de hecho no iba a hablar de ese tema y mira por dónde el tema me absorbió por completo. Fue una posesión, pero me alegra que digas que está bien argumentado. Yo también te tengo mucho cariño y aprecio. Un abrazo fuerte.

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  2. Yo no se muy bien qué es la unicidad ni si tiene algún valor; y tampoco me importa mucho la verdad. Creo que lo más importante de este texto, es justo el proceso. Lo de menos es el fin o el resultado. Lo importante es que buscaste un método, que lo hiciste tuyo y mejoraste y, sobre todo, que tuviste la voluntad férrea de ponerlo en práctica. Analizaste las situación, coscientemente o no, y frabricaste la forma de mejorar. Sin darte cuenta, realizaste uno de los milagros más importantes de la naturaleza. Sin darle importancia, hiciste algo sublime. Recogiste la herencia de miles de antepasados, de millones de años de evolución, y, apoyándote en tu razón e inteligencia, diseccionaste la realidad, extrajiste consecuencias y seguiste un camino para llegar a un objetivo. Cualquiera que haga eso, es excepcional, sin la menos duda posible.

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