Por razones que desconozco, la memoria reaviva recuerdos al azar, como pequeños faroles que se van encendiendo poco a poco mientras la noche cae y envuelve todo de sombras y ruidos extraños.
De repente he pensado en Santiago de la Espada, en el frío del invierno y todo se ha vuelto un maremágnum de imágenes, olores y sabores. Se me ha aparecido la imagen de una noche oscura en la que de pronto empieza a nevar y lo vuelve todo, no blanco, sino naranja, con tonos dorados y color de bronce. Eso me llamaba mucho la atención. La nieve atrapaba la luz de las farolas y la reflejaba en toda la calle y era como estar metido en un pueblo de bronce.
Enseguida he pensado en el olor a leña quemada, que rezuma de las paredes y escapa de las chimeneas de las casas. El paladar se ha activado, después, y he notado el sabor a lomo de orza, el de Sara, y he oído la música que salía del pub del Pocho. Pero el recuerdo no termina ahí, parece infinito, la emoción de ver y estar con amigos, con gente conocida, tan conocida o más que muchos familiares, y me ha dado alegría y nostalgia, como cuando pienso en las tortas de chocolate de la Milagrosa o los cafés con leche en el bar de las Papachina, que tanto cariño me dieron, o en los churros de José los domingos. Me da alegría pensar en eso. Recordar ir a pelarme a la peluquería de María y estar inmerso en un lugar que recuerda al pasado y pasar más de una hora de charla mientras me cortaba el pelo, con calma. Y la memoria que parece no querer detenerse y me sigue paseando por Santiago, en la plaza del Ayuntamiento, que no parece una plaza, sino el fondo de un fiordo, bajo la inmensa montaña cubierta de pinares. Y ahora me lleva al parque-mirador, en realidad todos sus parques son como miradores, y veo de pronto los almendros vestidos con flores rosas y blancas, que parados parecen personas bailando un val o yo qué sé. Y otra vez me lleva a otras partes, bajo el Galapán, otras salgo de las clases de inglés de Jose y me veo parado en la inmensa noche, mirando al cielo, como se mira al mar, con calma, con sorpresa, con la emoción del que se sabe y se siente minúsculo, perplejo y hechizado por la profundidad del cielo nocturno, plagado por estrellas que no terminan, y con la cara fría ya en otoño, como quien se nota en un pequeño país de invierno anticipado. Y así siempre, recordando Santiago, como se recuerda un lugar que parece natal, sin serlo. No viviré allí de nuevo, tampoco lo deseo, porque está demasiado lejos de todo lo mío, pero que sin duda siempre va a vivir en mí.
Un evocador y hermoso texto.
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