Uno se agobia pensando en lo fugaz del tiempo cuando uno se topa, de repente, con algo inalterado, como el recuerdo de un lugar que lleva años sin visitar y que para la persona permanece tal cual, como detenido y aislado de toda metamorfosis.
Estaba leyendo esta tarde en la cama antes de dormir y, aunque seguía pasando la vista por las frases de la página, mi cabeza se había trasladado instintivamente al pasado. Deambulaba por las calles de la vieja ciudad francesa de Pau y me detenía a mirar el balcón de la casa donde viví una vez, como lo puede hacer un fantasma que ha dejado la vida y observa con detenimiento los lugares que fueron parte de su existencia. Allí estaba yo en la cama con el libro en alto y la mente lejos, en otra parte inventada, en un lugar que con toda seguridad no es el mismo, porque no puede serlo, porque el tiempo ha debido de transformarlo todo, como es costumbre suya o, al menos, si no el tiempo, la mano del hombre habrá colocado una farola que no estaba o un negocio nuevo habrá abierto en alguna de las calles que tantas veces transité. No hay lugar que escape al tiempo, salvo en el recuerdo. Son ya tantos años sin pisar mi querida Pau que me produce cierto vértigo. ¡Cómo han pasado ya cinco años desde que subí en aquella furgoneta blanca de mi amiga Mathilde!
Y, estando yo perdido en ese lugar inventado de recuerdos, no he podido evitar la sensación de que el tiempo me está ganando una batalla. No sé bien qué batalla, si acaso no es otra más que la de vivir, que es mortal y necesaria. Es un sentimiento de terror al paso del tiempo, a ver cómo las cifras de las edades de la gente que quiero cada vez son más elevadas y a percibir una fría guadaña que se pasea por las cabezas de todos. Pero es ley de vida, siempre se dice eso, ¿no? La ley que nos gobierna a todos. La que implica que un día uno ha de morir, como una vez hubo de nacer. Aprender a vivir es nuestro objetivo. Seguir un sendero nuevo, captar cada lección en el detalle que aparece de súbito, para aprehender la realidad y, con ello, descubrir también, por antagonismo, la sabiduría de lo que es la muerte.
La muerte que aparece en el libro que estoy leyendo y que ahora está muy presente en los medios. El fallecimiento de una menor. En el caso del libro, la chica muere asfixiada a manos de un nefasto violador que no llega a violarla, no por falta de ganas, sino porque el cuerpo no le responde como él bien querría, pero que acaba con su vida sin ningún reparo. ¡Qué fácil es acabar con algo que cuesta tanto conseguir!
Un libro que me lleva a pensar en otra cosa es un buen libro. Tal vez solo faltaba una palabra o un verbo conjugado en pasado para realizar un viaje a un lugar que extraño. Si es que ya se sabe bien: ¡todo está relacionado! Esta lección la aprendí en bachillerato y creo que nunca la olvidaré. No hay nada que escapa a los enlaces. Una canción, una imagen, una voz, una nube, incluso una mera calculadora contienen en su simple presencia un clamor de recuerdos y vivencias infinitas. Por eso aclamo la importancia que cualquier cosa posee, no solo las pequeñas cosas, también las grandes, las deformes, las cuasiperfectas, las infravaloradas y las sobrevaloradas. Todo en la vida es importante, lo bueno y lo malo.
Todo.
Agobiarse también tiene su relevancia. Uno se agobia y vuelve a la calma porque en ello le va no perderse antes de llegar a la meta. Yo he dormido como un bebé después. Dormir, ¡qué hermoso regalo! Un minuto de agobio para un relax de tres horas. Merece la pena, ¿verdad?
Comparto casi toda esta interesante reflexión contigo, salvo la inquietud de la muerte. Ya sabes lo de las lágrimas y las estrellas. A mi me gusta ver la estrella y me gusta vivir la vida. Lo de perderla me da igual, disfruto demasiado mientras la tengo.
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