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Cambiantes como el río de Heráclito

Analizando mi interés por los libros me doy cuenta enseguida de que ya no me atrae tanto la historia que cuentan como la manera en que lo hacen los autores. He leído tantos libros en mi vida que ya es difícil encontrar uno que me cuente algo nuevo, que sea capaz de sorprenderme por lo inesperado de la trama. Es todo ya tan previsible que aburre. Lo que sería de esperar ahora habría sido que no leyera más novelas en mi vida; en cambio, como suele ocurrir en todo ámbito de la realidad, nos adaptamos, me adapto y acostumbro a cambiar las lecturas. Ahora leo más ensayos, más correspondencias y novelas que cuentan las cosas ampliando mis horizontes narrativos, lo que a su vez influye asimismo en mi propia visión del mundo, mi propia capacidad de observar, ya de por sí desarrollada. Soy observador desde antes de tener uso de razón. Podría decirse que es uno de mis rasgos distintivos. Pero ser observador en la lectura no es algo tan relevante, al menos no en el sentido de que se sea realmente, porque, como siempre pasa, lo que se mira por primera vez escapa de la mirada. Cabría ahora un ejercicio interesante: releer. Quizás debería releer aquellas obras que más me han marcado y comprobar que la vida que va arando mi interior ya toma distintamente el fruto del libro que una vez fue impactante para mí. Leer de nuevo lo que ya leí no creo que sea realmente releer, sino más bien leer un libro que ya se había leído pero como algo nuevo, captando detalles nuevos, tramas que pasaron inadvertidas o un gesto de algún personaje que ya incitaba a pensar lo que después de ocurriría. El libro habrá cambiado para nosotros, será un libro nuevo. ¿Acaso la lente no es ya diferente? Porque si hay algo que el escritor no puede evitar es que se le escape un mero detalle que vislumbre el final de la trama. El escritor sabe lo que quiere decir, cómo lo va a decir y cuándo deben tener lugar los acontecimientos, pero lo que desconoce por completo es ese pequeño detalle que se le escapa del subconsciente. La consciencia es traidora y nos pone siempre al descubierto todo secreto que se pretende guardar. Al ladrón se le van los ojos tras la joya reluciente, al gay se le agita la muñeca sin prestar atención, el hombre de cromañón deja de escuchar al interlocutor en cuanto se cruza con una mujer despampanante o al ver un porche, a la modelo la manera de andar la traiciona. 

No hay detalle que no deje entrever lo oculto.

Esta tarde hablaba con mi amigo Juanjo del último libro de Zafón y le decía que esta historia me gustó mucho, pero que había ya algo del estilo del autor que me parecía muy explotado. En el momento no he sido consciente de que estaba hablando precisamente de lo que ahora me importa más: el estilo. A Zafón lo leo ya por la inercia de querer terminar su tetralogía, por poner punto final a algo empezado hace mucho tiempo.  Leí Marina, Luces de septiembre, además de La sombra del viento, El juego del ángel y El prisionero del cielo. Todas ellas me gustaron. De Luces de septiembre recuerdo en especial la conexión de cartas del inicio y el final de la obra y las vivas imágenes de las descripciones. Porque si algo destaca en Zafón son sus descripciones, cargadas de nubes de polvo, de sombras, nieblas, de metáforas visuales, donde los planos descriptivos se mezclan con las técnicas del cine. Sus novelas están, de hecho, muy pegadas, casi adheridas al estilo cinematográfico. Lo que sí debo apuntar es su conseguido efecto en El prisionero del cielo, el uso del lenguaje reflejo de la época, la manera de hablar de los personajes tan real. Pero ya carecen de mi interés, por desgracia. 

En cualquier caso, la cuestión es disfrutar y aprender de los libros, como se debe aprender de la vida, antes de que esta te dé lecciones. Ir al libro antes de que el libro venga a ti o viceversa. Captar el detalle que desenreda el nudo o mirarlo con esmero analizando la belleza que recubre todo el hilo del susodicho nudo metafórico. 

Hablar solos es un ejemplo de lo que ahora me llena. Digo ahora, porque mañana puede cambiar todo y que me interesen los libros de caballerías y ya no tanto el cómo sino el cuándo. Porque somos cambiantes como el río de Heráclito.

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