Subir la ligera pendiente pedregosa y cruzar el madero putrefacto, seco y astillado es algo que he hecho muchas veces, pasando por la antigua caseta de piedra encalada de un perro pasado a mejor vida, campos de aguacate, huerta de rosales, gladiolos y azucenas o la higuera que delimita la esquina de las alturas. Es lo que fue el cortijo de mis bisabuelos, ahora perteneciente a mi tía abuela.
Con una brisa que asciende desde el mar y cruza la ladera de la montaña, antaño cubierta de almendros, hogaño mar de plantaciones tropicales, ahuyenta el calor del ambiente y acaricia las palabras de una voz vieja pero segura, cuando habla de recuerdos o de cómo los niños de hoy no son como los de ayer ni la vida la misma, aunque parezca que la realidad ha dejado de caminar hacia adelante y haya empezado a deshacer los pasos dados.

Mi tía está sentada en una silla descolorida pero cómoda gracias a su posadera de cuero enrojecido y todavía mullido. Tiene las piernas en alto, apoyadas en el bien llamado poyete, y con la mirada ausente y lejana me cuenta lo que decía su suegra, cuando se la llevó una temporada a su casa de Granada. "Niño, cómo cambian los tiempos y qué lento te hacen los años", dice. "Ahora hay cinco televisiones en la casa de mi hijo y antes, si acaso, había uno en una casa del barrio y solo había emisión a partir de las dos. Mi hijo venía a casa y encendía el televisor y, al marcharse, a veces olvidaba apagarlo." Lo dice con cierta nostalgia, con la sensación de que antes eran más inocentes, menos "listos". Estando ella con su novio (su posterior marido y el único hombre de su vida), aún creía que los niños venían de París. A veces se para porque necesita respirar.
"Los años, que no pasan en balde".
No pasan en balde para nadie ni nada, pero se convierten en toda una visión amplia de la vida.
Recuerda las palabras de su suegra y sabe que todos acabamos siendo igual de torpes a los ojos de los jóvenes. No "torpes", inadaptados a los cambios en cierta medida.
"¿Cuándo viene el niño para que me abra la ventana? Sale un hombre que me saluda y yo le saludo, es muy simpático y habla mucho.", preguntaba con una sonrisa en la boca. Preguntaba su suegra.
Aquella ventana era la televisión.
Qué bonito Jose, rezuma respeto hacia los ancianos, consciencia del ritmo vital y, sobre todo, ternura, esa ternura que el infundes a lo que escribes. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar ...
ResponderEliminarHas descrito justo lo que pretendía. Los ancianos son parte de mi devoción, su sabiduría, su capacidad de lucha... En muchas ideas pensamos diferente, pero eso no evita que los admire y que sienta ternura, porque cada vivencia que narran está henchida de sabiduría, de amor y de valores que quiero adquirir. Ayer cuando hablaba con mi tía abuela me sorprendía verla tan ausente. Cuando me contó lo de su suegra reímos todos con inocencia. Ahí estaba uno de los secretos de la vida.
EliminarTe dejo un acceso que seguro te transmitirá un mensaje o te dará alguna idea para una entrada. Ya me contarás....
ResponderEliminarhttp://otrolunes.com/archivos/11/html/unos-escriben/unos-escriben-n11-a70-p01-2010.html
Gracias, no he podido leer todavía el enlace que me pusiste. Hoy intentaré hacerlo. Seguro que me inspira. Además el pequeño viaje a Cabo de Gata me ha sacado del agujero de nuevo.
EliminarMe gustó mucho esta entrada e hice un comentario, pero no sale. No sé por qué. Lo intento de nuevo. Enhorabuena, Jose, por esta preciosa entrada, y ¡ánimo! Ah, y también me gusta mucho el nuevo formato del blog
ResponderEliminarMuchas gracias, Carmen. Siento que no saliera el comentario, habría algún problema, no sé. Me alegra haber logrado transmitir lo que sentí yo mismo. Todo el mérito lo tiene mi tía abuela, que con sus 87 años y sus muchos años de soledad y viudedad ha aprendido grandes lecciones. Un abrazo grande para ti, Carmen.
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