Hace algo más de un año, una tía mía hacía punto de cruz en su casa y yo la observaba con cierta envidia y asombro; envidia porque aquello me parecía útil y tremendamente complejo. Ella hacía una manta con cuadrados de color morado, rosa y gris que posteriormente cosía. Era muy bonita, suave al tacto, cálida, duradera. También sentía asombro, porque yo quería dominar ese arte, pero creía que jamás podría hacer una simple línea de punto y mucho menos comprender el proceso por el que dos agujas y lana crean bufandas con distintos dibujos, mantas, abrigos, calcetines o gorros.
Cuando terminé la carrera, un compañero de carrera, César, organizó un viaje alternativo a Turquía. En una de las excursiones estuvimos en un taller de alfombras donde nos enseñaron cómo trabajaban. Nos mostraron cómo extraían la seda. Un trabajo mágico nos pareció, rutinario pero magistral. Allí había una veintena de mujeres con ropas de colores y pañuelos que les tapaban el pelo negro. Acostumbradas a las visitas de turistas europeos que vienen a sus instalaciones, estas mujeres de manos hábiles y miradas atentas, deslizan los ojos al compás de la mano. Observan las plantillas y deslizan la madera del telar arrastrando los distintos hilos de color. De allí salían alfombras y tapices dignos de los suelos del salón de los embajadores de la Alhambra.
En el verano de 2009 vi un documental donde hablaban del encaje de bolillos que estaba desapareciendo. Hablaban de una asociación sexitana que se había propuesto salvar esa tradición y mantenerla viva. Aquellas mujeres me dejaron con la boca abierta y raro fue que no me entrara ninguna mosca. Movían las manos con elegancia y los bolillos bailaban en el aire. El golpeteo de la madera producía una sonoridad artística, como el tacón que choca contra el escenario y con naturalidad inunda de melodía rítmica los oídos de los presentes. Aquello era un espectáculo.
Te preguntarás por qué hablo de esto hoy. La razón es sencilla. En marzo empecé a aprender a hacer punto de cruz. Al principio era torpe, las agujas temblaban, la lana se me liaba entre los dedos, la punta no entraba por donde debía y la lentitud era semejante al pie que intenta salir de un lodazal donde ha quedado atrapado por descuido. Yo, en cambio, era persistente y, a pesar de tener el tiempo escaso para ninguna actividad añadida, por alguna razón las agujas me atraían y nada más almorzar les dedicaba una hora. Los minutos volaban enseguida y yo no mejoraba en la técnica. Seguía siendo torpe. Entonces un día terminé mi primera bufanda. No puedo explicar lo feliz que me sentía al ver que había conseguido lo que buscaba. ¡Qué suavidad! Y luego hice otra (gris), otra (verde y morada), otra (azul marino) y otras más. Todas las hice simples, con el punto bobo -así lo llaman- hasta que hace un mes mi abuela me enseñó el punto del revés, el que con más práctica he aprendido con agilidad. Soy capaz de hacer el punto de granito de trigo y el de canalillo -este lo llama así yo, porque no sé su nombre- y mis últimas bufandas son mucho mejores visualmente.
Lo que parecía imposible hace un año ha dejado de serlo con esfuerzo. Podemos hacer todo lo que queramos. Somos dueños de nuestros deseos. Es evidente que el deseo se materializa con persistencia y constancia; pero con algo más que eso, con oportunidad, con valentía. Si no nos atrevemos a dar el primer paso nunca se sabrá cuándo se alcanzará y, por supuesto, jamás se iniciará el proceso.
Los ejemplos que he puesto antes me permiten valorar las iniciativas por rescate de tradiciones útiles. Mantener el toreo no es relevante, aunque muchos se empeñen en verlo como una metáfora de la lucha del hombre contra la naturaleza y como un arte español inigualable. Estamos en tiempos de crisis. ¿Estamos en crisis? ¿En serio? ¡Uy! No me había dado cuenta... Aprender a tejer y zurcir es importante en esta época. No solo porque nos permite tener ropa a precios muy económicos, sino también porque es saludable; las agujas absorben la ansiedad, el estrés, el tiempo vacuo, la pesadez de la existencia carente de entretenimiento, de función. Tejer es fabuloso. Sin haber aprendido a hacer punto de cruz, mi vida de desempleado sería más terrible. ¡Qué curioso que todo lo que tiene que ver con tejer me dé la vida! Leer, escribir (textos, que es tejer palabras), hacer punto de cruz, conversar (tejer pensamientos, los propios con los ajenos) son elementales en mi camino. El barro está en este tramo de la senda, pero siempre llevo una margarita en la mano, para no dejar de oler su aroma ni de perder de vista la luminosidad de sus pétalos.
Y termino con las sabias y archiconocidas palabras de A. Machado:
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
Siempre estamos en el camino, pero solo poniendo en marcha nuestro paso podremos llegar a los distintos árboles frutales que nos esperan en el camino. Andemos. El primer paso siempre hace caminos.
Comentarios
Publicar un comentario