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Un cortijo familiar



Sierra Nevada desde el Postigo de Salobreña

El cortijo encalado mira al mar, a Salobreña y a su vega, pero también a Sierra Nevada y a los cultivos tropicales que escalan la montaña que lo rodea. Posee un porche grande a la sombra de una techumbre de hierro ondulado y de una vieja parra que se sostiene colgada de cilindros de hierro oxidado, seguramente tan antiguas como la edificación. En el interior el aire permanece congelado y viciado por un tiempo que ya no existe, fruto de algo que fue y sigue siendo, pero solo en ese lugar, porque fuera ya todo es distinto, ha cambiado a lo largo de más de 30 años, cuando falleció una de las mayores bestias que se ha criado en estas tierras ibéricas, el asquerosísimo. Quedan vigas de madera y las paredes son irregulares. Hay camas con más de setenta años y la chimenea de ladrillo colorado muestra en su interior el negro de los múltiples fuegos que han ardido en su interior.


Lo miro con fijeza e imagino a los hermanos y hermanas de mi abuela y a sus padres y a sus tías; los niños están sentados viendo el crepitar del fuego de la chimenea, asombrados por ese movimiento. Unos juegan; otros extienden las palmas de las manos hacia el calor de la hoguera. Se sienten reconfortados. Fuera hace frío, los dedos árticos de la sierra se escurren por las laderas de las altas montañas y viajan sobre la superficie del Guadalfeo, ese río que fue bravo y destructor en momentos puntuales de su historia, pero también creador y algo demiurgo. 



Salobreña desde el cortijo de mi abuela.
Desde el porche observo el mar. Está abombado. Me preguntó cómo cabe la posibilidad de imaginar la tierra plana. No hay más que otear esa línea del horizonte sobre el mar, que se curva ligeramente. Se ve el peñón, esa roca repleta de recovecos, con la espuma de las olas golpeando sus contornos. Cuánta importancia puede tener esa roca con forma de ballena. No hay salobreñero que no sienta cierto orgullo y emoción al mirarla. Y yo la observo desde mi imaginación. 

El peñón.

Las civilizaciones se suceden.




No es complicado ver un grupo de fenicios que arriba a la costa, pierden la mirada en la belleza del lugar y se alegran por haber encontrado un sitio perfecto para vivir. Quién sabe si no fueron ellos los que edificaron en lo alto del pueblo una fortificación que hoy es castillo y presintieron la importancia del enclave. Y no solo eso. Los fenicios desaparecen de la visión. 

También veo desde el cortijo un grupo de romanos que construyen un edificio en el lomo del peñón y mueren. O tres princesas de cuento aprisionadas por su padre para evitar amoríos inadecuados.

Hay una mujer vestida de luto. Tiene el pelo recogido en un moño. Aún así, el fuerte viento ondula un mechón que se suelta del peinado y su vestido se adhiere a su cuerpo, mostrando su silueta deslumbrante, al tiempo que el resto del vestido parece volar. La mujer mira al mar. Su mirada está vacía. Salta a las fauces de la roca, de las olas, de las corrientes que le quitaran el dolor con dolor. 

Porque el peñón es lugar de muertos, puertas del averno. Allí saltan los jóvenes. Buscan diversión, a veces encuentran un atajo hacia la vida que no es vida, hacia el fin de la vida. "Sé de dónde saltar", es una frase repetida y manida. No siempre es así, por desgracia.

BOOM.

Todo desaparece. Junto al peñón sale un humo gris y negro. Estallan los cañones de enormes barcos. Atacan el pueblo. El cielo de intenso azul ha mutado en cenizas. Los vivos son cada vez menos. Mi familia ha huido a ese cortijo y se alimentan de lo poco que pueden cultivar. 

Y el tiempo discurre hasta el presente de nuevo. Ahora está la hermana de mi abuela ahí, sentada en su silla, con las piernas apoyadas en un vieja silla de mimbre, a la que le han cortado las patas para que sea más baja. Su piel ha palidecido. Creo que se apaga su llama. 

La pena me acecha, cuando menos lo espero. 

Entretanto, otros desean que ocurra lo que nadie puede evitar, aquello de lo que nadie puede escapar. Y el día que acontezca se desmoronará esa edificación. 

Ya no habrá cortijo, porque lo viejo casi no se valora. Los recuerdos pierden relevancia en las mentes de la gente. ¡Qué triste! Un recuerdo es un tesoro único. Extraviarlo es eliminar una pieza de nosotros mismos.

Y con ella perecerán los recuerdos y parte de la historia de mi familia. Caerán los higos y se secará la parra. Ya no habrán cenizas en la chimenea, porque no habrá chimenea. Y las vigas de madera formarán parte del pasado. El cortijo se despeñará desde las alturas del peñón. No habrá nada, salvo el recuerdo. 

Un recuerdo que morirá con los familiares de mi generación. Y cuando sea viejo y el cartón pase a ocupar mi ahora tersa piel, yo contaré a quien me escuche todas las historias que una vez tuvieron lugar en ese cortijo.

Hasta entonces las contaré en silencio, para que no mueran arrastrados por los años.

El cortijo del que hablo sale en la parte derecha de esta foto.

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