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El poder de un objeto

Observo ese abanico sobre la mesa. Lo agarro porque me resulta familiar. Tiene las varillas verdes y la tela blanca con dibujos verdes. Veo que en los dibujitos hay algo escrito. No hace falta más para recordar de qué me sonaba tanto: las oposiciones.

Era todavía de noche, corría algo de brisa, cuando bajé con mis padres, cogimos el coche y nos dirigimos hacia Jaén. Estaba cansado, muy cansado, dos escasas horas de sueño no habían calmado la necesidad básica de dormir que todos tenemos. Me dolía la barriga, estaba nervioso, tenía ansiedad, por lo que no me dormí en todo el trayecto. Observaba el paisaje tan cambiante desde la costa almeriense hasta los olivares jienenses, paisajes desérticos con montañas de canela y capas de esparto, picos altos de Sierra Nevada con frondosos bosques. Era un paisaje conocido a mis ojos, pero al mismo tiempo era metamórfico, estaba vivo, como todo paisaje; a simple vista los árboles están en el mismo sitio, pero el color ha cambiado, las hojas son distintas, el grosor del tronco ha aumentado, aunque no sea perceptible, la arena se ha desplazado, ahora un montículo de aquí aparece un poco más hacia allá. Miré de vez en cuando los papeles que llevaba en aquel clasificador, listas bibliográficas inexpugnables, barrizales memoriosos. 

Jaén.

Jaén aparece de repente, desconocida y en ese momento las puertas del infierno, un fuego imperecedero que arde en el fondo de mi estómago. Tomamos un café y tostadas; digo tomamos, porque creo que yo también tomé eso, pero no lo recuerdo. Recuerdo muchas caras de jóvenes estresados o una larga cola de muchachos que espera su turno para acceder al aseo. 

Puerta de aquel edificio cuarto; creo que era el cuarto.

Veo caras tan conocidas y mientras hablamos del pasado, de las oposiciones y de cómo cambian las cosas en la vida, se me acerca una muchacha que me da unos bolígrafos, muchos folletos de sindicatos y, al final, aquel abanico. Aquel abanico que es este. Este abanico olvidado y que ahora mi madre ha rescatado de algún cajón del mueble del salón. 

Abanico.

Se abre con rapidez, con arte. En su movimiento condensa la belleza visual del movimiento. Se abre y se cierra, produce fresco. Es tan rudimentario y a la vez tan maravilloso. Abarca en sus movimientos todo un lenguaje codificado. Pero lo más importante es la cantidad de manos que recuerdo en una onírica ilusión. Hay sujetando el fino mango manos arrugadas de abuelas, la delicada y larga mano de mi amiga Eva, la torpe mano de un niño pequeño o la poca maestría de un extranjero incapaz de dominar con soltura un elemento tan español. Cierro el abanico, cuando cierro los ojos y llevándomelo al pecho todo son recuerdos y reflexiones. 

Aquellas oposiciones, preámbulo de lo que 2011 ya no volvería a ser igual. 

Abro el abanico, lo sitúo delante de mi cara, ocultando con él la nariz y la boca. Parpadeo. Eres tú a quien entonces veo. 

Oscuros ojos,
brillante mirada,
que el aire del abanico
me traiga aquí el reflejo de tu pupila,
una lágrima callada.

Comentarios

  1. Como un orfebre va trabajando poco a poco el material precioso de las palabras, vas construyendo el dibujo hasta que aparece nítida y bella la filigrana. Qué maravilla de relato Jose, me ha emocionado sinceramente. Cuando acudes a tus sentimientos y recuerdos realmente consigues cotas muy altas.

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  2. Muchas gracias, Agu. Siempre tienes maravillosas palabras para mí. Me alegra saber que a veces consigo dibujar la imagen que veo en mi cabeza. Aquí la imagen explotó con ese abanico y ya todo fue observar las imágenes que los vagones del tren de los recuerdos me mostraba. Tantos recuerdos y tan importantes para cada uno.

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