Hace un par de días me ocurrió que de la mañana a la noche sufrí una transformación acelerada.
Me levanté con una alegría desbordante, casi infinita. Al mirarme en el espejo, me dije: "Chaval, te hace falta un peladito" y acto seguido, me duché, desayuné un enérgico zumo de naranja recién exprimida -del campo de mi abuelo- y salí a la calle en dirección a la peluquería de la esquina. Me comía la calle, el mundo y a toda aquella persona que se pusiera por delante.
Media hora después de entrar en aquel mundo corta-greñas, me encontré caminando -y por qué no decirlo, observando mi reflejo en cada escaparate por el que pasaba; habituándome a mi nueva imagen-, hacia mi casa. En el camino, pasé por delante de una chica bien bella, que me miró de arriba a abajo. Estaba feliz. Me sentía guapo.
Pero, sucedió lo que siempre sucede, mi estado de ánimo fue decayendo y en cuestión de horas pasé a odiarme, a ver todos los recovecos de mi fisionomía y de mi psicología. ¡Fue tan fuerte la caída emocional! Por la tarde llovió a ratos: rachas fuertes de viento, chaparrones, espadas de sol. Hubo de todo un poco. Leí uno o dos capítulos de "Riña de gatos" y ya por la noche, antes de preparar la cena, cuando me quité las lentillas y me vi en el espejo, mi percepción de mí mismo había cambiado de un modo radical. ¡Me odiaba!
En un solo día pasé de quererme a odiarme; de sentirme parte del mundo a haber perdido todo apoyo; de pisar con fuerza el suelo a levitar; de valorar la existencia a menospreciarla. Me sentí como sentiría un iceberg al transformarse en montaña de hielo flotante: desprenderse de la masa gélida para navegar al son de las mareas hacia cálidas aguas que, un día no concretado, derretirá su bella y frágil estructura.
Del amor al odio en la mutación cotidiana de mi nebulosa existencia.
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