Cuando era pequeño me regalaron un osito amarillo muy suave. El osito, se podría decir, que fue mi primer amigo, o mejor dicho, el primer objeto que dio voz a mi inconsciente. No recuerdo gran cosa de él, a pesar de haber sido mi primer juguete. De hecho, sé de su existencia casi por las fotos que nos retratan a ambos. Y no obstante, sé que fue mi primer amigo, cuando yo apenas tenía consciencia de existir, de ser un humano diminuto en un inmenso mundo de detalles, sentimientos y dualismos.
El osito desapareció.
Después tuve de todo lo imaginable: coches, motos, un torno de arcilla, una fábrica de chocolate, un microscopio, miles de muñequitos, soldados, playmobil, libros para colorear, bicicletas, plastilina, cuentos para niños que mi madre me leía, películas... de todo.
El osito desapareció. Todo lo demás se perdió en el tiempo y el espacio. Nada.
Con los años fui adquiriendo una consciencia extraña, enfermiza, que asocia sin distinciones objetos y recuerdos. ¡Ya sabemos lo que ello conlleva! Conforme se tiraban los juguetes y demás objetos a la basura en cada limpieza general, en septiembre, iban disolviéndose en el pasado pensamientos, ideas, sentimientos: mis recuerdos. Por esa razón, me fui haciendo más y más reacio a deshacerme de los objetos, mis objetos. Se acumulaban lápices de colores ya inservibles, libretas de cursos anteriores, postales, libros, ropa desgastada, papeles de publicidad, billetes de autobus, tren, avión. Tantos objetos como puedo salvar del tiempo. Tantos recuerdos como consigo retener. Esa dualidad objeto-recuerdo tan presente en mi vida. Aunque solo los salvase temporalmente, puesto que muchos acabaron siendo tirados a la basura en alguna de las limpiezas generales o arrebatos.
El osito desapareció. Todo lo demás se perdió en el tiempo y el espacio. Nada. En lo posterior, muchos retazos de mi mente en materia.
Ayer me compré una zapatillas nuevas; las anteriores están rotas: el cuero arrugado, la suela gastada y deslizante, las costuras deshilazadas, el color destintado. Necesitaba unas zapatillas nuevas. Ahora me surge un problema: ¿Tiro las zapatillas? Debo, pero no quiero, no puedo. Las compré en Toulouse en una zapatería sita en la Rue Saint-Rome. Me las compré con mi amigo Enrique y con mi amiga Eva. Fue el año que pasé en Pau, trabajando de auxiliar de conversación. Con ellas, pisé los Pirineos, me recorrí las calles de la Provenza framcesa. Con ellas descubrí grandes personas. Pisé charcos y escarcha. Caminé por palacios, institutos, por el parqué de mi casa en Pau, en Granada. Son zapatillas especiales, para mí, para mis recuerdos. Las he limpiado y cuidado con grasa de caballo. Las he mimado, al mismo tiempo que ellas mimaban mis pies.
Acaso es un simple objeto. ¿Tiro mis zapatillas? Debo, pero no quiero, no puedo. Son demasiados los recuerdos, demasiadas las emociones que se irían con ellas.
No las tiraré. Al menos, no por el momento. El osito desapareció. Todo lo demás se perdió en el tiempo y el espacio. Nada. En lo posterior, muchos retazos de mi mente en materia. Las zapatillas no; haya limpieza general o no la haya.
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