Ayer sonó el despertador más molesto que pueda existir.
Eran las 6:00 de la mañana cuando un crujido de madera precedió una tremenda sacudida, que para nuestra fortuna poco tiempo duró. Se quejaron los techos, la piedra, el metal, los hojas de papel esparcidas sobre la enorme mesa maciza, la pantalla del ordenador, que permaneció zarandeada varios segundos después todavía. "¡Coño!", fue mi propia queja, la de alguien que está concentrado a esas horas de la mañana y que piensa solo en las dos escasas horas que le quedan para que se acabe su turno y pueda ir a dormir.
Fue mi propia queja.
Un terremoto para alguien que está acostumbrado sigue provocando las mismas sensaciones que pueda sentir alguien que jamás sufrió angustioso movimiento: el temblor se queda guardado en el centro del pecho y recorre durante minutos y horas el resto del organismo, sin que nada pueda sacarlo de ahí; se estremecen los músculos de las piernas, se activa el nivel de alerta, que te mantiene a la espera de que vuelva a suceder, de que las entrañas de la tierra exhalen un nuevo aliento y que su superficie respire profundamente.
Se acerca a la recepción un grupo de franceses: "¿Eso ha sido un terremoto?", dice uno de ellos, completamente sorprendido. A lo que otro añade: "¿Es normal eso aquí?". La sorpresa de todos ellos es la de alguien habituado a la tierra tranquila y calmada de un país como Francia, donde los verdaderos terremotos vienen de fuera de la tierra, como bien me indica uno de ellos, creyendo que yo no he sufrido ni conozco el particular terremoto galo: "En Francia, no tenemos terremotos, tenemos grèves" o lo que es lo mismo, tienen huelgas, manifestaciones, organizaciones defensoras de los derechos de unos contra los de los otros; en efecto, movimientos de tierra procedentes de su superficie, aplastada por miles de pies a paso rítmico y voces que hacen crujir los cristales de las ventanas y sus postigos cuidadosamente abiertos y retenidos por pequeños cerrojos de hierro anclados en la fachada de las casas.
El despertador sonó ayer, Roquetas de Mar se despierta como otras tantas veces, particularidades de la zona, y como suele suceder la ciudad entera pospone sus horas de sueño y deja sin desactivar la alarma, que para sorpresa de todos vuelve a sonar a las 13:05, cuando todos están ya despiertos y yo, que intento dormir las cuatro o cinco escasas horas que me ofrece el día, me veo sacado del sueño por el terrible suspiro de la tierra: se agita la cama, oigo la vibración de los muelles del colchón y las aspas del ventilador de techo, que podrían parecer en funcionamiento y sin embargo no lo están. Ya no consigo caer en los brazos de un morfeo, que por las horas ya ha terminado su turno.
Sin duda, ayer fue un día de movimientos. Hoy todavía sentimos el miedo de que vuelva a moverse el suelo sobre el que nos sostenemos. Un miedo que tardará días en marcharse y que sin lugar a dudas regresará, dentro del ciclo que a Almería le corresponde.
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