Aquella noche la fábrica estaba en pleno funcionamiento y la chimenea calentaba gracias a su fuego bien alimentado. Falta hacía, porque el invierno parecía haberse adelantado y fuera de la fábrica el marrón otoñal había tornado blanco puro de tanta nieve que había caído las últimas semanas. Todos iban acelerados, unos empaquetaban videoconsolas, otros peluches y muñecas, alguno, de tanto juguete que había, ya no sabía muy bien lo que hacía, simplemente se dejaba llevar por la costumbre de meter regalos en bonitas cajas de cartón o de envolverlo todo en colorido papel. Todos, en definitiva, sabían lo que hacían porque sus manos funcionaban solas, al ritmo de canciones cargadas de dulces melodías y mensajes agradables.
Entró en la sala un señor mayor con cierta obesidad y una barba blanca destacable. Cualquiera podría reconocerlo. Era Papá Noel, un ser entrañable, con una energía poco propia de alguien con su edad. Se movía con soltura entre sus duendes y comprobaba que todo estaba como debía estar. Miraba los juguetes y todo parecía estar en orden. Se sentía feliz. Cada año a estas alturas estaba contento porque al fin llegaba su noche, que aunque muy trabajadora e incluso estresante porque debía repartir tantos regalos en tan poco tiempo que ni sus poderes sobrenaturales hacían del trabajo algo ameno. De hecho, lo que hacía que aquello mereciera cualquier esfuerzo era el resultado, esa sensación de hacer feliz a los demás, a adultos y pequeños.
- Muy bien, chicos. ¡Qué orgulloso estoy de vuestro excelente trabajo! Con vosotros no hay duda de que todo va a salir perfecto -los animaba con bonitas palabras que le salían del corazón.
Papá Noel llegó a la parte superior de la fábrica, donde se encontraba su despacho. Allí abrió las puertas del balcón que daba al mundo y se asomó respirando profundamente el frío aire. Aquello lo rejuvenecía. A sus ojos veía un manto de luces que no eran estrellas sino las luces de las ciudades tan variadas y luminosas en estas fechas. Alguna vez había pensado en aquellos tiempos en que no existía la luz artificial, cuando las ciudades eran oscuras y sentía cierta tristeza porque aquello le recordaba a su infancia. Porque no olvidemos que Papá Noel fue también niño una vez. Ocurre que ya nadie lo recuerda y él trata de no hablar demasiado de eso porque solo quiere aportar felicidad y no perder el tiempo recordando su pasado.
Por alguna razón ahora Papá Noel se veía inundado de malos sentimientos: ansiedad, pena, tristeza. No era el recuerdo; eran aquellos sentimientos que flotaban en el mundo y que estaba aspirando. Volvió a entrar en su despacho y cerró las puertas. Acto seguido se dejó caer en su sillón enfrente de la chimenea, dejando que el calor positivo producido por aquellos troncos especiales le reconfortara. Papá Noel no podía dejarse vencer por los tiempos de tristeza que desbordaban el mundo de hoy en día. La crisis, los conflictos armados, los desahucios, los abusos, los malos tratos, las enfermedades, pero sobre todo, el tedio habían alcanzado niveles preocupantes. Él debería tratar de remediar tanta negatividad con su espíritu navideño, que desde siempre le había dado tan buenos resultados, aunque solo fueran temporales. En cambio, ahora por alguna razón había algo que se había roto en su interior.
Papá Noel estaba mal y el calor de su chimenea no le devolvía su felicidad. Esto no había sucedido nunca. Tocaron en su puerta y una señora de enormes ojos azules asomó la cabeza por la ranura de la puerta. Era Mamá Noel, la mujer de Papá Noel. Entró con una bandeja de suculentas magdalenas. Las había de todos los colores y sabores. Tarareaba una canción muy melodiosa y, al ver la mirada apagada de su marido, se calló.
- Cariño, ¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? -preguntó ella preocupada. Por primera vez en su vida veía así a su marido.
Papá Noel no contestó. Estaba cansado. Su blanca piel palideció y su cuerpo permanecía extendido como una piel de oso en el sillón. Mamá Noel llamó a los duendecillos para que lo llevaran a su cama. Aquello no era normal.
Tumbado en su camastro, Papá Noel cayó en un profundo e inexplicable sueño. Mamá Noel asustada trataba de devolver a su marido el color y animarlo. Le pasaba paños de agua templada por la cara y le daba besos en la frente, como hace una madre a sus hijos recién dormidos. Pero no parecía cambiar la situación.
Como la fábrica tenía que seguir funcionando para que diera tiempo a preparar todo para la noche siguiente, Mamá Noel salió de la habitación y, a pesar de su estado de sorpresa y desorientación, empezó a poner aquello en marcha.
- Vamos, duendes míos, luces de esperanza, no podemos dejar que el mundo se hunda. Hay que ponerse manos a la obra para que todo esté listo. Nos esperan horas difíciles, pero podemos y vamos a conseguirlo. Por Papá Noel debemos lograrlo.
Todos dejaron de mirar la habitación de Papá Noel y, bajo el influjo de la dulce y vivaracha voz de Mamá Noel, se pusieron manos a la obra. Tras comprobar que todo estaba de nuevo en funcionamiento, volvió con su marido. ¿Qué podía haber desatado ese estado en él? Era normal que a su edad aparecieran ciertos achaques. Era normal a lo largo del año. Pero nunca jamás había pasado en Navidad. El espíritu navideño lo protegía de todo. ¿Qué estaría pasando? Esa pregunta no la dejaba pensar.
¿Qué pasaba? ¿Qué pasaba?¿Qué pasaba?
Pasaron las horas y no había cambiado nada. No había mejoría. Mamá Noel se tumbó con su marido y lo apretó contra ella. Cerró los ojos y descansó un poco. Necesitaba recuperarse de la sorpresa y, aunque el sueño rara vez llega tras un momento de choque, ella logró dormir unas horas.
Fuera el trabajo de los inagotables duendes siguió a ritmo acelerado. Encendieron las velas de los buenos sentimientos antes de tiempo, con la esperanza de que quizás Papá Noel mejorara con su aroma revitalizante. Nada sucedió. Solo lo que tenía que ocurrir, como cada año. La felicidad se expandió por el mundo como la ola de un tsunami. Todos esperaban que llegara la noche.
Y la noche llegó, con su estrella fugaz, las cenas copiosas y el maravilloso sentimiento que bloquea todos los problemas del mundo.
Pero Papá Noel no despertaba de su sueño. Ni nada presagiaba que lo hiciera.
- Yo repartiré los regalos -decidió Mamá Noel.- No podemos cargarnos la Navidad nosotros. Papá Noel no se lo perdonaría a sí mismo. Si él no puede repartir felicidad, seré yo. Duendes míos, criaturas de la bondad, preparadme el trineo y el saco mágico. Esta noche Mamá Noel reparte espíritu navideño.
Y con esto pronto salía del porche de la fábrica de Pandora un trineo cargado de regalos, de buenos sentimientos, con una tripulante nueva.
La noche fue corta, como todas las noches del 24 de diciembre. Aunque costó mucho alegrar todos los corazones, atenazados y destrozados de tanto tedio, Mamá Noel hizo un trabajo impecable y aquella noche todos durmieron henchidos de alegría.
Cuando salían los primeros rayos de sol, Mamá Noel ya había regresado a casa. Tenía el estómago lleno de tanto mantecado y, aunque no quería admitirlo, algo borrachilla estaba, producto de sus sorbitos a vasos de anís que reposaban bajo todos los árboles de Navidad.
Nada más bajar de su trineo, se dirigió con ayuda de los duendes al dormitorio. Allí Papá Noel estaba ya despierto bostezando. Tenía cara de no saber muy bien lo que pasaba. Le sorprendió ver a su mujer en ese estado de borrachera.
Cuando le contaron su repentino mal estado y que la noche de Navidad había ya pasado, Papá Noel lloró, porque por primera vez en toda su existencia había perdido la noche que le daba sentido a su vida. No obstante, se alegró de que su mujer hubiera actuado como lo hizo. Sin ella, la Navidad no habría sido posible.
Desde entonces la Navidad nunca volvió a ser igual. El trabajo del reparto mejoró mucho, porque desde aquella noche Papá Noel ya no repartía los regalos solo, sino que siempre iba acompañado de su mujer. Juntos el camino se hizo más sencillo, como suele suceder cuando se comparten las tareas. Papá Noel no enfermó más, pero siempre se preguntaría sobre la causa que se cernió sobre él aquella Navidad. La única respuesta que se le ocurría era la inmensa pena que abarcaba el mundo. Tantas penurias le sobrepasaron y por una vez no pudo soportarlo. Debió ser eso. Nunca se sabrá con seguridad. Lo que sí se sabrá es que su mujer era tan válida como él o incluso más. Eso le reconfortó. Ahora era más feliz.
Y cada noche de Navidad sería distinta. Una noche mágica.
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