No sé bien dónde leí hace poco que la mente de las personas de hoy en día tiende a lo rápido, lo seco, lo fugaz. Tendemos a perder el hilo de la lectura en cuanto esta se hace larga y compleja y no nos queda más remedio que leer y releer muchas veces un párrafo porque a mitad de la frase ya estamos divagando y pensando en otras cosas; parece como si el placer de masticar palabras con tranquilidad y deleite fuera una enfermedad contra la que nos han ido vacunando y ya se ha vuelto imposible.
Intento imaginar cómo eran las gentes del siglo XIX; tan capaces para leer obras colosales, donde uno se pierde ahora en los detalles, en las tramas, en el devenir tan lento de la narración, de los acontecimientos de los personajes. Me pregunto cómo hemos llegado a esta situación de fugacidad extrema. ¿Somos ahora más tontos que antes? ¿Tenemos menos capacidad? ¿Tendemos a ir perdiendo cualidades con la evolución? ¿Hemos llegado ya a la declinación?
Como siempre no sé nada, salvo lo que expongo, que es bien poco. Sea como sea, estoy completamente de acuerdo con esta idea de estultización. Observo a mis abuelos y, a pesar de sus escasos estudios, son mucho más inteligentes que yo mismo. Poseen una verdad ante la vida que difícilmente tengo yo. Son más tenaces. Esa es la palabra correcta. Antes era la gente más tenaz, más luchadora, más resistente; la vida para los europeos se ha ido haciendo más y más confortable y, con ello, nuestras pieles y seguro que nuestro cerebro han perdido los callos que deberían seguir teniendo, que deberían haber desarrollado, porque es gracias a ellos que uno puede caminar descalzo sin temor a dejarse la piel en las piedras; siendo en este caso las piedras una imagen de la vida, del desarrollo, de las habilidades para ser tenaz. En definitiva, es esa tenacidad la que permite el disfrute tranquilo de una novela decimonónica; el poder de concentración en una única tarea.
Ahora somos menos eficientes; seguro que ello se debe a esa necesidad imperiosa que nos lleva el ritmo acelerado de los tiempos actuales a partirnos en miles para afrontar diversas tareas y acabar perdidos y sin terminar correctamente ninguna. Todo corriendo y con prisas. Todo muy al contrario de la naturaleza, donde los cambios son lentos, donde la montaña se moldea con dulzura y sin detenimiento. Nos estamos volviendo antinaturales, si eso existe.
¿Podremos salvarnos del acelerado ritmo de lo fugaz? Espero. Yo, al menos, intentaré luchar contra esa digresión tan constante que me asalta a cada lectura compleja. Seré tenaz e imitaré a los antiguos, porque de ellos siempre se aprende más que de los modernos. Será cosa de la edad...
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