Me descargo la aplicación de blogger para hacer uso de mis tiempos de espera, usar lo que está a nuestra disposición mientras transcurre la hora. Tanteo un poco la aplicación y me pongo a inspeccionar los borradores. Tengo la costumbre de dejar muchos post a medias y no borrarlos nunca. Así, de súbito, uno descubre cosas que creía mal escritas y dejó en mitad de la escritura porque le parecían nefastas, malos engendros. A veces olvidamos que los engendros pueden ser mejores que los originales, que los que creemos perfecto o cuasiperfecto.
Ahora por ejemplo he leído un poema que escribí mi última noche de trabajo en el hotel a finales del septiembre pasado y que, a pesar de haberlo terminado, no llegué a pulsar la tecla de 'publier', digo la palabra en el idioma de Molière porque lo tengo en francés, como todas las tecnologías de mi vida. Esta es una costumbre que tomé con mi primer móvil en ese intento desesperado de introducir el idioma en mi cotidianidad, de captar palabras desconocidas y exóticas (en aquel momento) por novedosas, por pertenecer a un mundo idolatrado. El francés se puede decir que ha sido mi dios durante muchos años, el sustituto perfecto del dios cristiano. Yo maté a dios, a la idea, a base de francés.
Qué habilidad o mal hábito mío de abrir camino cuando estoy ya en un sendero. Qué maldición la mía que me lleva a desviarme, desviar el contenido de lo que estoy exponiendo. Estaba hablando de aquel poema que congelé en el vacío de un borrador que nadie más leerá, salvo yo, y de repente cambio la dirección y os cuento el por qué de utilizar esa palabra francesa. De una palabra salto al pasado. De un pasado brinco a otro, como el que cruza un riachuelo de piedra a piedra para no dejarse arrastrar, para llegar a la otra orilla, con la diferencia de que yo no busco otra orilla, simplemente salto de piedra por descuido.
Aquel poema no lo publiqué porque me parecía terrible. En cambio ahora lo leo y me gusta. Sé que no es la calidad sino la temática: el miedo al frío invierno, a pesar de que ya podría quitarme ese horroroso uniforme. El uniforme era feo. Es feo de narices. Pero al menos abriga más, da sustento, pan, paga las facturas... el invierno no da nada, solo frío y desnudez, a pesar de la ropa sobre la ropa, del calor de la lana y del nórdico.
Los borradores están para regresar al pasado, para cambiar de perspectiva, para acercarnos a un yo en un momento preciso, un pensamiento concreto, una proyección desde el futuro hacia el pasado que miraba hacia este momento que es presente y era futuro, que ahora puede ser pasado de nuevo. El baile del tiempo, de la memoria, del vídeo que rebobina. Los borradores son como aquella postal que mr escribí a mí mismo en 2004 desde Brive La Gaillarde, ciudad del centro-sur de Francia, de la que además conserva mi madre un botecito de mermelada de pétalos de rosa. Es el pasado que vuelve porque lo mantemos asido adrede. La postal esa es puro fruto del azar. La mermelada, fruto de la intención. Los borradores también son depositados a propósito.
Ese borrador es un poema que nadie leerá, salvo yo.
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