Y es mirar esa mirada triste y ponerme sensible.
Es temprano, incluso corre esa brisa fresca y húmeda de la mañana en la costa granadina. Salgo de la casa de mi abuela, a la sombra de aquel viejo eucalipto que protege del sol toda la calle. Hay un nudo, una tristeza, al saber que montándome en el coche tardaré tiempo en volver a mirar esos tiernos ojos, que me comen con solo mirarme. Observo su cuerpo delgado y acartonado, cada vez más viejo, más débil y siento pena, miedo; acaso el temor de que algún día, cada vez más cercano, llegue la guadaña invisible que corta el hilo de la vida y la aparte de mí para siempre.
Subo al coche. La perra dentro de su canasto gime, grita, chilla, tiene miedo o se ve desprotegida, quién sabe; pero ella se agita como cada vez que entra en aquel recinto diminuto que le sirve de transporte. Mi hermano se sube, tras besarla y abrazarla con energía, pero sin apretar demasiado el cuerpo de esa señora que es mi abuela y que tanto amamos. Mi madre le da dos besos suaves, casi intangibles en cada una de sus mejillas; no están acostumbradas, ni les gusta demasiado, ese tipo de afectos.
Yo.
¿Yo qué hago?
Yo hago lo de siempre. La abrazo sin querer soltarla, mientras siento cómo la tristeza se nos enreda entre las gargantas (eso sí, sin demostrarlo, porque no hay que ponerse triste; al menos no parecerlo) y nos damos sendos besos de despedida.
Estamos tristes; ella más.
Es verano y sabe que con el calor las visitas se distancian no solo en el espacio, sino también en el tiempo. Arranco el coche; no me queda otra opción. Es entonces cuando la veo más alicaída, ya tan débil que es incapaz de contener la pena de vernos marchar; pero aun así resiste apoyada contra la pared que queda de la fachada, en ese espacio entre la puerta y la ventana. Cruzamos las miradas y pienso cuántas historias habrán visto aquellos dulces ojos melosos, cuánta penuria, pobreza, enfermedades, alegrías, crisis, rebeliones habrán visto aquellos deslumbrantes ojitos de chocolate; cuántos horizontes otearon esos ojos; horizontes que parecían llanos y luego resultaron ser accidentados, inclinados, precipatados, peligrosos y decadentes; tal vez vieron rosas de italianos en una finca catalana o las profundidades de un enorme mar que acaso no hubiera nunca visto desde esa perspectiva.
Vieron mucho y espero que vean más.
Esta mañana he vuelto a verla triste y eso no me gusta nada. Las miradas que ya van siendo ancianas no merecen más que la alegría y la ilusión, para eso ya se cegaron por las sombras malnacidas del pasado tenebroso.
Qué haría yo sin esa persona, sin mi abuela.
Cuanta emoción, Joselito, que bonito homenaje.
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