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La libertad es una meta inalcanzable

Dice un viejo refrán medieval que el aire de la ciudad hace hombres libres. Lo que me sorprende, en parte. La ciudad, con su intrínseco tráfico, con su bullicio y ese aire impregnado de depresión, de angustia, de estrés, esa sangre envenenada de modernidad, de mezcolanza barata, hecha de la rapidez de las décadas pasadas, del derribo de viejos y polvorientos edificios, reticencias de la pérdida del esplendor que a veces vuelve sin ser esperada y se marcha con la misma voracidad, con la fruición del tiempo que arrasa con todo y jamás se detiene. ¿Esas ciudades dan libertad? ¿No es más libre el que no le debe nada a nadie, el que vive en el campo libre, lejano de las normas selváticas de la ciudad? ¿Acaso no da más libertad escuchar el canto de un jilguero que arrodillarse a los mandatos del semáforo en rojo? ¿O tal vez nada da libertad?

Se ve que no. Se ve que uno es más libre cuando posee poder y este se obtiene mejor en la selva de hormigón que en el secano tradicional pendiente de las borrascas atmosféricas que rara vez son perfectas para el riego de las hortalizas. 

Se me ha venido el refrán medieval mientras paseaba por la ciudad. No sé por qué. Como habréis comprobado, nunca sé la razón por la que suceden los acontecimientos, solo soy capaz de discernir si ocurren o no, pero nunca la causa. Carezco de esa habilidad o al menos en parte sí. Estaba tranquilo, observando a la gente presurosa, unos con trajes de alta costura, otros con ropa deportiva, ajenos a lo que ven, porque ni miran, solo caminan en una dirección manida de tanto que han realizado el mismo camino rutinario, la cotidianidad impuesta a la realidad, taponadora del pensamiento observador, aprisonadora que nos encarcela a diario a la brutalidad de la conciencia, que nos ata sin reparo y no nos permite la libertad de mirar, de perderse en la novedad de una ciudad que parece inmutable, donde solo cambia el verdor de los descampados y los escuálidos árboles que, como guardas de un palacio lleno de oro, no se mueven del sitio, de la hilera que bordea la calzada repleta de chicles negros y mierda de paloma. Y, cuando alguien logra mirar, descubre que lo que era un laberinto de cajas gigantes de ladrillo y metal guarda secretos fantásticos. Cuando sucede se desvela el alma de la ciudad y con ella la libertad de volar en el tiempo, de comprender al ser humano con una mirada, de trasladarse a otros lugares, notar una brisa que ya no es invernal o el tablero de juego donde nos movemos, donde nos mueven, donde no hay tanta libertad como dicen, porque somos peones movidos por imperios de difícil caída.

Estaba perdido por el entresijo de calles. Miraba los graffitis, la gente que compra en las tiendas de barrio, el camión del butano, el grupo de adolescentes que espera en un banco sentados que suene la sirena que los llevará de nuevo a la obligación de aprender sin aprender por forzado. Miraba el cielo sin estrellas, perdido, pero sin perderme. Saber dónde se está más o menos es no saber nada realmente y caí de lleno en las garras de uno de esos imperios que quitan libertad: el móvil. Ese aparato con su conexión a Internet me ayuda a localizar mi ruta y rompe la pérdida, la desorientación, me indica dónde estoy y me abre los ojos, pero no solo para ir a mi destino, también sobre mi poca privacidad. Estamos controlados. Alguien nos controla a través del móvil, de las redes sociales, de nuestro correo electrónico, por nuestras fotos, nuestras llamadas de teléfono, nuestros escritos... todo está controlado por los imperios superiores y no somos libres ni en la ciudad ni en el campo, todo es pura prisión de cristal y nadie escapa a ese poder. Nunca seremos libres, porque hasta nuestro pensamiento es producto de la manipulación externa e interna, la que viene de la infancia, del entorno, de los libros que leemos, de la tele que vemos, de los demás, de nosotros mismos, de la vida y la muerte.

La libertad es una meta inalcanzable. El aire de la ciudad te matará como todo el aire, que da vida y al mismo tiempo oxida.

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