Hace algo más de un año, una tía mía hacía punto de cruz en su casa y yo la observaba con cierta envidia y asombro; envidia porque aquello me parecía útil y tremendamente complejo. Ella hacía una manta con cuadrados de color morado, rosa y gris que posteriormente cosía. Era muy bonita, suave al tacto, cálida, duradera. También sentía asombro, porque yo quería dominar ese arte, pero creía que jamás podría hacer una simple línea de punto y mucho menos comprender el proceso por el que dos agujas y lana crean bufandas con distintos dibujos, mantas, abrigos, calcetines o gorros. Cuando terminé la carrera, un compañero de carrera, César, organizó un viaje alternativo a Turquía. En una de las excursiones estuvimos en un taller de alfombras donde nos enseñaron cómo trabajaban. Nos mostraron cómo extraían la seda. Un trabajo mágico nos pareció, rutinario pero magistral. Allí había una veintena de mujeres con ropas de colores y pañuelos que les tapaban el pelo negro. Acostumbradas a la...