Hoy he oído un sonido de esos que parecen ya extinguidos o en vías de extinción. He ido a pagar la mensualidad correspondiente al alquiler y el hombre, de una cincuentena de años, ha sacado una vieja máquina de escribir, de esas que se ven en las series policiacas antiguas, y se ha puesto a teclear el recibí y entonces ese sonido me ha traído a la cabeza fugaces recuerdos de infancia. Creo que a escribir se puede decir que aprendí antes de coger un lápiz y realizar movimientos amaestrados en el parvulario. Creo que mi amor por las letras nació en el tecleo caótico y azaroso de aquella máquina de escribir que teníamos en casa y que yo usaba sin saber ni lo que escribía. Solo me gustaba comprobar que al golpear una tecla una palanca se desplazaba hasta el folio y dejaba enseguida una letra igual a la tecleada. Aquello era algo mágico.
La magia existe. La magia está en la cabeza. La magia es un niño o una niña que sueña despierto. La magia es ver una metáfora en cada trozo de la realidad.
Y la máquina de escribir era para mí un objeto lleno de magia. Poseía un haz de sonidos e imágenes que parecían inamovibles, inalterables. En cambio el tiempo ha demostrado que me equivocaba. La tecnología ha avanzado y ha relegado al olvido aquellas máquinas melódicas. Pero curiosamente hoy he visto un resto viviente de esas máquinas casi extinguidas. Y ¡Qué placer! ¡Qué maravilla!
Ojalá hubiera eternidades. Ojalá no desaparecieran las realidad que gustan, porque en ellas se halla el misterio de la vida.
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