Que el tiempo siempre ha estado loco lo sabemos todos; el tiempo cronológico. Ahora bien, que el tiempo meteorológico también lo esté es horroroso.
La vida humana que surgió hace miles de años ha sufrido a lo largo de la existencia de cada individuo el peso extremo que acumula los desbarajustes de un tiempo cronológico que nadie es capaz de conocer: una arruga que se dibuja en la frente de un hombre de 40 años puede ser un arado de arrugas en otro de la misma edad, al igual que el tiempo puede caer con mayor peso sobre los huesos de un delicado niño que sobre un adulto fuerte. El tiempo huye apresurado. El problema no está en esa celeridad intangible, sino más bien en lo que en su fuga acelerada arrastra no dejando piel ni huesos libres de sus temibles cuchillas.
El tiempo atmosférico es caótico, dispar, tan extraño como la vida misma, hoy llueve, mañana hace solo, una primavera se torna invierno o un invierno se convierte en una extensión de campos yermos y secos, donde el sol gana batallas que las nubes son incapaces de afrontar, disipadas por las presiones, por la corrientes de aire inapropiadas.
Este año hidrológico estamos siendo espectadores de un caso de esos extremos y de ser una pregunta propia del verano o de pequeñas sequías, ahora nos planteamos si lloverá acaso mañana o seguiremos soñando con no olvidar lo que es una gota caída del cielo.
¡Qué llueva ya de una vez!, clamaba la flor marchita al cielo azul.
Pero el cielo enmudeció al no saber qué responder.
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