La ruta se ha hecho larga, de extensas pausas, donde habitan conocidos.
Llegué a casa de noche, dormí y, dos horas después de haber entrado en el sueño, sentí un puñal invisible en mis entrañas. Me desperté muy dolorido, sin saber cómo colocarme, qué hacer, adónde ir. Prolongué la espera con la ilusión de que el dolor solo fuera algo pasajero, que desaparecería enseguida.
Me equivoqué.
Suerte fue la mía, suerte debo decir, porque si el dolor me hubiese amordazado en soledad, no sé qué habría sido de mí, de mi pobre cuerpo de hueso y pellejo. Avisé a mis padres y fuimos a urgencias. ¡Qué mal estaba! Agotado, pálido, acariciando la aterradora mano de la muerte, como envenenado. El médico me palpó la zona dolorida, ¡Qué mal estaba! Tuve ganas de llorar, pero ni fuerzas para eso tenía. Me inyectaron calmantes y antiinflamatorios, creo que oí decirlo un médico a otro.
El dolor persistía.
Persistía firme y rígido, con su sudor frío, alimentado por mis pocas energías.
Pasaron los minutos, pero aquello no se marchaba. Mi madre me miraba con terror, mi padre estaba fuera, en la sala, preocupado por lo que pudiera estar pasando. Mi hermano, en cambio, dormía plácidamente en la cama cómoda y calidad de mi madre. Yo me retorcía de sufrimiento en una camilla cubierta de un papel blanco inútil y resbaladizo.
Inútil, como las defensas de mi cuerpo.
Parecía no haber mejora. Me inyectaron por vía intravenosa suero y algo más, alguna sustancia aletargante. Quería llorar del sufrimiento, pero no podía. Entonces el sueño empezó a tomar las riendas de mis párpados. El dolor comenzó a remitir. La calma parecía ganar terreno.
Algo mejor ya, regresamos a casa, me acosté y, entre pensamientos, tuve el miedo del que se sabe frágil, diminuto, basura.
Hoy parece que la tregua continúa; la ingesta de medicamentos se hace imprescindible, sin embargo. Tengo miedo de que vuelva el dolor, de que la muerte me vuelva a cariciar el riñón, la espalda, el bajovientre. Temo tener un cólico nefrítico, como bien dijeron los médicos de urgencias, y que deba expulsar una piedra por un orificio tan pequeño y que el dolor regrese y me amordace la vitalidad.
Tengo miedo. Quiero volver a Lucena, sin temor a sufrir lo pasado en total soledad.
Tengo miedo.
Lo que no nos mata nos hace más fuertes.
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