Mi espalda se resiente por las horas de coche en la carretera.
Salí del nacimiento de los olivos y, entre montañas, llanuras, bosques, mar, naranjos, chirimoyos y aguacates, di a parar a una vega de plásticos, cuando el sol ya me había dejado de iluminar el camino. Horas y horas de carretera, sentado en una misma posición, viendo pasar el cambiante paisaje, al mismo tiempo que en mi mente se proyectaban otras películas imaginadas o simplemente recuerdos en movimiento. Entonces emergió, de la vega de la costa granadina, la ballena de cal. Accedí por el intrincado encaje de callejuelas y disfruté de un café con leche y un rosco de azúcar con mi abuela. Tras media hora en el paraíso, me lancé de nuevo a la carretera, llegué a casa guiado por las llamas de la casa del vecino. De aquel balcón salía despedida una llama inmensa, difícilmente controlable. Parecía que allí se hubiera aprisionado el alma de un dragón, que de repente hubiera despertado del letargo y en su despertar hubiera decidido alimentar las llamas que se agitaban en su interior. Los bomberos lo apagaron; ya no había ni dragón ni gente dentro de la casa. Tan solo el negro de las sombras se había quedado adherido al hierro de la barandilla y las paredes de la fachada de granito. Ayer fue un día largo y entretenido.
Mañana será un día igual de largo...
Lucena será de nuevo mi destino, por no se sabe bien cuánto tiempo, pero allí iré y seré feliz, aunque solo sea una semana. Aprovecharé la fugacidad del tiempo para hacerme yo mismo fugaz.
Entretanto seguiré pensando en ese enorme rosco de azúcar, la calidad del hogar de la abuela y su entrañable sonrisa. Miraré sus manos arrugadas y en ellas descubriré el secreto de una de mis felicidades: ella.
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