Preparo la maleta y la mochila, me calzo y dejo todo en el pasillo. Dentro de unas horas seré de nuevo caminante de una ruta que se va a haciendo familiar y dejaré tras de mí unos ojillos de mora y el esplendor de una rosa sin espinas.
Me mira la perrita de los ojitos de mora con tristeza. Es inteligente, lo es. Más inteligente que la mayoría de los humanos. Me ha visto preparar todo para el viaje y ahora no se despega de mí, busca el contacto con mis piernas, me lame la mano de vez en cuando, trata de captar mi atención. Sé que si la miro demasiado lloraré, porque no la veré en toda la semana, en principio. Si la interinidad se alarga más, será más tiempo.
La he mirado.
Está paralizada, pero inquieta, alza las orejas de vez en cuando, mueve la nariz; creo que pretende obtener información olfativa que le diga adónde voy. Por esa razón, huele sin cesar y, como no recibe respuestas, no desactiva su olfato. Está alerta. Me quiere.
"Quítame este sufrimiento", dice Malú ahora mismo que la estoy escuchando. Mi perrita me calma el sufrimiento secreto y yo la tranquilizo a ella. Es una necesidad mutua la que compartimos. Si pudiera me la llevaría conmigo hasta el mismo infierno. Y ni el can cerbero me haría frente.
Ojos de mora
que brillan ante mí,
agitas la cola
solo con verme venir.
Tu respiración de noche
siempre echo de menos.
Y cuando la siento
duermo de un solo golpe.
Ojos de mora,
qué mal empezó nuestra relación.
Y ahora ocho años después
formas parte de mi corazón.
Guau guau guau
dicen que es tu idioma.
Confunden su propio lenguaje
con el tuyo mismo.
Guau guau guau
no es nada tuyo.
Tú con tus ojos
dices todo lo que quiero.
Guau, guau, te quiero.
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