Quién no se ha visto alguna vez reflejado en la pose de esa persona que mira con tristeza el baile deslumbrante de la llama de una vela en la quietud de la noches, casi como muerta y despojada de su cuerpo, que ha quedado inmóvil, aunque en apariencia vivo. La carne sigue ardiente, el pelo mantiene su brillo negro y en sus mejillas se dibuja todavía el rubor de la energía vital.
Sin embargo, hay algo que se ha roto, se ve en su mirada, en la pose relajada y en esa sensación que produce la mano sobre su regazo; acaricia una calavera sin ojos ni envoltura, símbolo de sus preocupaciones, de sus ansias nuevas de abandonar ese cuerpo y, con él, toda una realidad tediosa, aplastante, demasiado oscura, como la noche, ya sin estrellas ni luna, como aspiradas por un agujero aparecido de repente y de repente desaparecido.
Pero ya no es nada igual.
Esa persona mira la llama, pero a veces, en su miseria, descubre, al otro lado del candor hipnótico, la cubierta de unos libros. Surgen, en esos momentos, brillos incandescentes en sus pupilas, algo de vida, hasta que alguien mueve la mano que acaricia la calavera y esta cae estrepitosamente al suelo, sacándola de su triste introspección mortal.
Un niño empieza a cantar y a gritar. Y corretea a su alrededor y de un salto destroza la calavera. Y deposita un suave beso en la mejilla de la mujer. Se marcha y vuelve con muchas velas.
La sala se ilumina con una suavidad confortable.
-Mamá, mamá. Léeme esa historia que tanto me gusta. La de la mujer que perdió al hijo y lo encontró mientras soñaba. Por favor, léeme esa historia.
La mujer esboza una sonrisa y una lágrima surca su mejilla derecha. Sin dilación, comienza su relato:
"Hubo una vez una madre y un niño..."
Tu mejor relato hasta ahora para mi gusto, maravillosa prolongación del cuadro, con un salto mortal que convierte una introspección tétrica en busca de la muerte, en la pura vida encarnada en la infancia. Magistral, lo digo sin ambajes, pero lo digo.
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