Cuando uno está melancólico irremediablemente viaja al pasado, a momentos que pasaron una vez y que marcaron nuestra existencia.
Era un día soleado, no había nubes ni niebla alta, el cielo azul se extendía sobre la cabeza de aquel niño que sube al patio de su casa encalada, mira hacia arriba donde ve un castillo árabe y se imagina historias de princesas encarceladas en la habitación de la torre principal y, tras agarrar su pequeña bici de cross, sale a la calle con su padre. Hacía frío, era el aliento helado de la montaña, cuando se lanza hacia la costa, hechizado por el mar y un río bravo que serpentea por un valle arado por su travesía milenaria.
La fuerza del recuerdo crece conforme avanza la melancolía.
El niño se monta en la bici y empieza a pedalear. Su estabilidad aún no es demasiado firme. Se percibe en él más una agitación que lo lleva a dibujar en el camino de arena huellas de serpiente, que la línea recta que deberían trazar las ruedas de su bici; semejante a la rectitud del deslizamiento de su padre.
El chico está, a pesar de todo, feliz.
Mirad la sonrisa que se esboza en su rostro o el brillo que expenden sus ojos. Observad el resultado de su esfuerzo en esas gotas que, ya no perlan su frente, recorren su piel o el rubor de las mejillas. ¿Veis el momento en que ocurre la situación? Es mágico para él, aunque solo sea un acto más en la cotidianidad de la humanidad.
Un hijo que disfruta de un momento con su padre.
Y no solo está pletórico. Está absorbiendo la belleza del entorno. El mar de cañas de azúcar endulza sus pupilas y abanica su respiración en las olas de verdor que produce el viento que se acaba de levantar. La rueda levanta polvo, como el humo que expulsa el tubo de escape de una moto con la que se ha cruzado su padre hace apenas unos minutos. Al poco se moja la cubierta de la rueda, con el agua de un pequeño charco que sobrevive tras las lluvias caídas días antes, y la espalda de su camiseta se llena de lunares de barro.
El recuerdo es nítido sobremanera y provoca un cambio de perspectiva.
Su padre va rápido. Gira la cabeza y observa a su hijo.
Este niño es reflejo de mi infancia, piensa. Ahora recorre los caminos que yo recorrí con su edad. No monté en bici hasta más tarde. Pero sí caminé por estos campos, caí en ese balate, bebí agua de esa fuente que nace de la roca, escalé por esa escarpada pared y entré en la cueva de los murciélagos. Aún permanecen en aquellas rocas objetos que me sirvieron de fantasía infantil; quedan congelados en el tiempo, como los recuerdos vivos de algo que fue y ya no es ni será, como la gota que cruza bajo el puente de ese río que fue y desapareció en el mar para siempre.
El niño esquiva un sapo que salta en su camino y cae. Tiene sangre en la rodilla y una herida; algún rasguño se perfila en sus codos y cara. El padre se detiene, se acerca con precipitación al lugar donde ha caído el hijo. Lo tranquiliza, antes de que el llanto, que se inicia apenas, no derive en torrente lagrimal y griterío innecesario.
"No pasa nada. Estoy aquí. No ha sido nada. Esto se cura enseguida. Eres un chico fuerte."
Se acerca la hora de regresar. Entran en casa y, después de colocar las bicicletas en su lugar, el padre agarra al hijo, le da un beso en la frente, lo abraza y lo sube a curumbillo.
A curumbillo. Esa expresión con sabor salobreñero, con aroma a infancia, de recuerdos asociados extrañamente a un día de romería de mi infancia. Estaba cansado, no quería caminar ya y mi padre me subió en sus hombros y me llevó durante un buen trecho. Ese instante no se me olvida; del mismo modo que no puedo olvidar la expresión "a curumbillo" ni muchas otras que demuestran la existencia de un lenguaje propio de la zona y los resquicios de algo que se perdió en el trajín de la historia de invasiones de esta tierra.
De esta expresión ha nacido la historia de arriba, un resquicio de mi memoria alterado; unas sensaciones reales, el secreto del placer cotidiano; mi capacidad para vivir, ahora algo destartalada. Tal vez necesite que alguien me suba a curumbillo y me lleve un pequeño trecho; estoy cansado y desde estas alturas no oteo bien el horizonte. Necesito que me eleven un metro y, sentado en sus hombros, ver el mundo desde otra perspectiva.
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