Pregunta César M. cuál es la estación del año que más nos gusta. Tengo una extraña desazón cuando trato de buscar una respuesta. De pequeño adoraba el verano. No había clase ni obligaciones. Íbamos a menudo al cortijo de mis abuelos y nos bañábamos en la alberca de mi abuelo. Allí rodeado de cañaveras y hojas de plátano y en un entorno poblado de hormigas, zapateros, helicópteros (libélulas), avispas dichosas e incluso ranas. A pesar de la suciedad del agua, nos lo pasábamos muy bien. Antes uno se remojaba en barro y basura y nadie enfermaba; ahora parece que hasta el aire envenena. La cuestión es que amaba los veranos y las siestas con mi madre en el sofá, siempre tan protegido por su brazo.
Pero los veranos empezaron a ser un horror. Llegó la adolescencia, la edad de trabajar en los hoteles, de saber lo que cuesta ganarse un sueldo, del valor del esfuerzo, de las obligaciones. El verano ya no sería nunca igual. Desde entonces detesto los veranos, su calor asqueroso, su humedad sudorosa y el peso del estrés. El verano ya no es sinónimo de vacaciones.
El invierno en Granada sí me gustaba mucho. Pasear por sus calles frías, serpenteando entre el aroma a café con tostadas y las estrechas callejuelas, me rejuvenecía. En cambio el tiempo era estresante, menos que en la época de hoteles pero igual de angustioso. Tenía un horario en la universidad agobiante, con clases todo el día, muchos trabajos, traducciones... Poco tiempo para mí. Las navidades se volvieron malditas, siempre con deberes, pendiente de estudiar porque en enero llegaban los duros parciales, con lo cual no podía disfrutar de las vacaciones con mi familia. Desde entonces odio las navidades.
Pero no solo eso.
La semana santa me gustaba mucho de pequeño. Eran místicas, idóneas para la espiritualidad, la filosofía, el pensamiento. Había ricos dulces, olor a incienso, calma en las calles, inundadas por música de tambor y clarinetes, gente callada de negro y esos capuchones (nazarenos) que tanto enigma provocan. Pero con la madurez, llegó la incredulidad. De creer en algo superior llamado dios o como quiera que se llame pasé a no creer en nada sobrenatural. La religión dejó de tener sentido para mí. Entonces la semana santa dejó de ser atractiva. Perdió todo su encanto y como la navidad quedó relegada a convertirse en tiempo para trabajos y deberes. Ya no eran vacaciones.
¿Soy raro por no poder determinar mi estación preferida? ¿Por no ver en las fiestas algo que ilusiona? Quizás porque me he vuelto más dios de las pequeñas cosas. No me gustan los tiempos prefijados. Prefiero ver lo bueno que tiene cada momento. Me quedaré en esta afirmación: Mi estación del año es cada pequeña estación dentro de cada una de ellas.
...cierta tu afirmación...pero a mí me gusta el frío...odio el calor...
ResponderEliminarPues estoy de acuerdo contigo. A mi me gusta el calor y odio el frío. Pero sobre todo me gustan los momentos de cada día. El paso del tiempo me es indiferente. Sólo me interesa cada segundo que sigo vivo.
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